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Historia y Cultura

El candidato de la oposición

 

Pascal Beltrán del RíoPascal Beltrán del Río                                   Bitácora del director
 
 

 

Desde que hay elecciones competidas en México, quien ha ganado la Presidencia de la República lo ha hecho posicionándose en la carrera antes que sus rivales. Así lo hicieron Vicente Fox, Felipe Calderón, Enrique Peña Nieto y Andrés Manuel López Obrador. Para cuando sus adversarios internos y externos reaccionaron, era demasiado tarde. 

 Fox comenzó su arremetida al día siguiente de las elecciones intermedias de 1997, tres años antes de las presidenciales, mismas que darían la primera alternancia en el Ejecutivo en más de siete décadas. 

Fox tenía apenas dos años como mandatario estatal, cuando anunció que buscaría el máximo cargo de la nación. 

 
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 Así, se adelantó a otros panistas que también tenían intenciones de contender. Para cuando éstos reaccionaron, ya los habían rebasado. Por parte del oficialismo de entonces, también hubo lentitud para responder. Dos gobernadores, el poblano Manuel Bartlett y el tabasqueño Roberto Madrazo emularon a Fox y se lanzaron al ruedo, dejando al presidente Ernesto Zedillo sin posibilidades de realizar un destape a la usanza de entonces. El PRI debió realizar una elección interna, que no ocurrió hasta noviembre de 1999, cuando Fox ya iba camino al poder. 

Felipe Calderón era secretario de Energía del gobierno foxista cuando anunció sus intenciones de buscar la Presidencia en 2006. Su sorpresivo destape, en mayo de 2004, en el rancho La Palmas, en Jalisco, provocó que fuera despedido por el Presidente, cuyo favorito para sucederlo era Santiago Creel, secretario de Gobernación. 

 Para cuando éste decidió hacer público su deseo de competir, Calderón ya había tomado la delantera, amarrando alianzas con los panistas de los estados y terminó imponiéndose en la elección interna que se realizó en el otoño de 2005. 

El autodestape de Calderón –más de dos años antes de la elección presidencial– resultó clave para lo que vendría después. La siguiente contienda, la de 2012, puede decirse que se comenzó a resolver el 3 de julio de 2005, cuando el priista Enrique Peña Nieto ganó la elección para gobernador del Estado de México. Desde Toluca, Peña Nieto forjó una imagen de indispensable para el regreso del PRI a la Presidencia y aunque tenía enfrente a un peso completo como el senador Manlio Fabio Beltrones, no había mucho que discutir.  

Tal fue la contundencia de la imagen de ganador irremediable que se creó en torno de Peña Nieto, que éste se impuso sin problema a sus rivales de la oposición, quienes también habían competido como adelantados: Josefina Vázquez Mota, candidata del oficialismo, y Andrés Manuel López Obrador. 

Éste llegó a la Presidencia en 2018, cargando sobre la espalda el cúmulo de problemas irresueltos por sus antecesores –inseguridad, pobreza y corrupción–, pero, sobre todo, luego de recorrer varias veces el país durante varios años. Más allá de las opiniones que concitaba, prácticamente no había mexicano que no hubiera oído hablar de él. Tal nivel de conocimiento ninguno de los actuales aspirantes presidenciales lo tiene. Quizá por ello, el presidente López Obrador ha hecho públicos los nombres de sus potenciales sucesores, entre los que destacan Marcelo Ebrard, Adán Augusto López y Claudia Sheinbaum. 

Éstos, como la Luna, brillan gracias al reflejo del Sol. Pero, en el campo de la oposición, el conocimiento de los aspirantes es aún menor y allí no hay quién los alumbre. 

 
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 A estas alturas de los cuatro sexenios anteriores, el siguiente Presidente ya estaba en la pista de sucesión, construyendo su imagen como candidato. Hoy, quienes han alzado la mano son los priistas Enrique de la Madrid y Alejandro Moreno Cárdenas. Éste le dijo a Leo Zuckermann que la oposición tendrá a un solo aspirante en 2024 y que la candidatura se resolverá mediante una elección interna en la que cada uno de los partidos presentará una opción. 

Suena interesante, pero ¿cuándo será eso? Cada día que pasa, los opositores que eventualmente se animen, pierden tiempo para darse a conocer. Para cuando reaccionen, quizá esté todo consumado.

De regreso al partido único

 

Jorge Fernández MenéndezJorge Fernández Menéndez                                                                                      Razones
 
 
 

La propuesta de reforma electoral presentada por el presidente López Obrador es un retroceso a los tiempos del partido único, es una forma de borrar de un plumazo los últimos 40 años de vida institucional, es un intento de quedarse en el poder, con López Obrador o sin él, al frente. El mandatario quiere volver al nacionalismo revolucionario y al estatismo de la mano con ellos, al partido único. 

Algún punto de la propuesta es salvable, como, por ejemplo, recurrir al voto electrónico. Pero para que exista confianza en esos mecanismos, se debe mantener un organismo autónomo como el INE. La propuesta lo que busca es destrozarlo, acabar con él y con los consejeros independientes. Desde el momento en que se pide que se elijan a los consejeros y los magistrados del Tribunal Electoral por voto directo, se pierde toda la esencia del andamiaje electoral que hemos construido en las últimas cuatro décadas. Elegir a los consejeros y magistrados por voto popular es como decidir de esa misma forma quién dirigirá el hospital general o al rector de la UNAM. No tiene sentido. Elegir como se hace actualmente a los consejeros (dos terceras partes de los votos en el Senado, previa selección de un comité de expertos de los aspirantes) parece ser una buena forma de mantener cierta autonomía y, al mismo tiempo, equidad. No tiene sentido cambiarlo. 

La reforma busca gobernar con mayorías absolutas ficticias. Nuestro viejo modelo sin diputados plurinominales fue el que permitió la existencia del partido único. Los diputados surgen de su distrito y no importa si ganaron por un voto o por miles: el que gana se queda con todo. E incluso en las últimas elecciones ya hemos visto como cada vez más existen fuerzas de todo tipo que pueden manipular el voto en los distritos. 

 Se incorporaron los diputados plurinominales desde la reforma de Reyes Heroles en el gobierno de López Portillo para comenzar a romper esa hegemonía absoluta, para darle espacios, voz y voto a las minorías. Recordemos que en aquella elección de 1976, López Portillo en el colmo de la supremacía del partido único fue el único candidato: los demás partidos como el PCM eran ilegales y un PAN dividido prefirió no participar. Por una de esas paradojas de la vida, uno de los diputados del Partido Comunista Mexicano que estuvo en la primera legislatura como diputado plurinominal fue Pablo Gómez. Hoy es el que propone aniquilarlo. 

Con los senadores quizás podría haber algún movimiento diferente, porque la lista plurinominal de senadores sí tiene un problema, lo dijimos desde que fue instituida. Mientras se su pone que los diputados representan al pueblo, los senadores representan a los estados. Que haya dos de mayoría y uno de minoría es una buena fórmula, y también lo era la de la lista plurinominal para tener mayor representatividad, pero resulta que con ella, la representación que tienen los estados se desequilibra. Es una falla de diseño, que tiene una buena intención: que la cantidad de senadores sea más o menos proporcional al voto de los ciudadanos. 

Sin duda, hay que reducir el financiamiento de los partidos, ha crecido en forma desmesurada, pero hay que establecer mecanismos autónomos de control de las finanzas de los partidos, porque sino, lo que tendremos es otra vez el regreso del pasado: el partido en el poder que use sus recursos para avasallar a sus opositores y como los organismos electorales no serán de hecho autónomos, el desequilibrio, como lo fue durante 70 años, será absoluto. 

Se deben reducir los recursos a los partidos, se debe abrir el autofinanciamiento, pero la única forma de hacerlo es con normas que se apliquen en forma estricta y con organismos autónomos que las hagan cumplir. Con esta propuesta, lo que se busca es simplemente ahorcar financieramente a los opositores. 

 Otra propuesta absurda es la de los tiempos de radio y televisión. Los actuales son una barbaridad que surgió precisamente de una exigencia de López Obrador después de las elecciones de 2006, indignado por aquella campaña de que era un peligro para México. Una campaña, por cierto, que no era diferente en agresividad a la que llevaba adelante entonces su candidatura e, incluso, mucho más suave de la actual campaña de denunciar a sus opositores como traidores a la patria, que se impulsa directamente desde la Presidencia de la República. 

Los tiempos de radio y televisión deben ser disminuidos drásticamente para todos, y quienes quieran publicitarse sean partidos o ciudadanos deben poder hacerlo libremente. Porque, además, eso ya ocurre tanto en prensa escrita como en redes sociales y canales de internet, que tienen, estas últimas, audiencias cada vez mayores. Mientras se ahorca a los medios convencionales, se deja en absoluta libertad a los emergentes que venden millones en publicidad cubierta o encubierta sin control alguno, incluyendo la manipulación de las fake news y las campañas de desprestigio. 

 Hay mucho más, pero quedémonos con un punto solamente para terminar hoy. Quienes encabezan y presentan esta iniciativa son dos altos funcionarios del sistema de seguridad del Estado, con acceso a todo tipo de información privilegiada y recursos: Pablo Gómez, director de la Unidad de Inteligencia Financiera, y Horacio Duarte, director de Aduanas. Los dos efectivamente han pasado toda su vida en temas electorales, entonces, ¿para qué diablos están ahora en áreas tan sofisticadas de seguridad? 

 
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 La conclusión es que las han convertido vía información y recursos en un instrumento electoral. Con esa combinación de política, seguridad y dinero, ¿qué podría salir mal? 

Gandallismo y jutzpá

 

Leo ZuckermannLeo Zuckermann                                                                 Juegos de poder
 
 
 

Tienen razón Macario Schettino y Jorge Castañeda: no tiene ningún sentido discutir a fondo la reforma electoral que envió el Presidente al Congreso. Es una iniciativa muerta. No cuenta con los votos para una mayoría calificada en ambas cámaras. La oposición no cuenta con ningún incentivo para aprobar lo que está proponiendo López Obrador. Máxime cuando los siguen tildando de “traidores a la patria” por haber rechazado la reforma eléctrica. 

 En realidad, como dice Castañeda, la nueva iniciativa de AMLO se trata “de una distracción más del gobierno para enfocar el debate nacional en tecnicismos insignificantes, en lugar de centrarse en el patético conjunto de resultados reales de los ya casi 4 años de gobierno”.  

Así que no me meteré a analizar las propuestas de la iniciativa de AMLO (ya lo hice con la idea de dizque elegir democráticamente a los consejeros del INE y los magistrados del TEPJF que puede leerse aquí: https://www.excelsior.com.mx/opinion/leo-zuckermann/que-descaro/1507721) . Lo que me interesa es subrayar el gandallismo y jutzpá de la iniciativa presidencial. 

 

Empiezo con el gandallismo, una palabra que no existe en español según la Real Academia de la Lengua Española. Se trata de un mexicanismo que significa “abuso o tendencia a abusar de su fuerza física o su autoridad para sacar ventaja de otros”. Algunos de sus sinónimos son “ventajoso, abusador, abusón, prepotente”. 

La reforma propuesta por AMLO es la de un gandalla que abusa de su poder para dejar afuera a los que no piensan como él. Ni quiere ni pretende negociar con la oposición las reglas del juego democrático. Recordemos que ésa ha sido la tradición de las reformas políticas-electorales desde los años noventa: que todos los jugadores diseñen y definan, por consenso, las instituciones que permitan una competencia justa y plural; un juego que cualquiera pueda ganar y exista alternancia como ha sido el caso en México desde 1997. 

 Todo lo contrario en este caso. El gandalla quiere quedarse con todo: las instituciones electorales y ambas cámaras del Congreso. De prosperar, cosa que no ocurrirá, el Presidente controlaría las autoridades electorales y, el próximo Ejecutivo, el Legislativo con súper mayorías para reformar la Constitución. 

 Sin recato, AMLO ambiciona inclinar la cancha a favor de López Hernández, Sheinbaum o Ebrard para ganar la Presidencia en 2024 y no enfrentar ningún tipo de oposición en el Congreso. Así se coronaría la llamada “Cuarta Transformación”, que para ellos es una revolución, y, como decía Bertrand de Jouvenel: “Las revoluciones o sirven para concentrar el poder o no sirven para nada”. 

 En la mejor tradición mexicana, AMLO quiere agandallarse de las instituciones para así concentrar su poder y el de sus sucesores. Por cierto, el agandalle político denota una actitud del que se siente débil y quiere abusar para prevalecer. ¿Tan débiles se sienten los de la 4T rumbo al 2024 que tienen que recurrir al agandalle de las instituciones? 

Paso a la segunda palabra que no existe en español. Viene del yiddish y también se usa en el inglés de Estados Unidos. Me refiero a jutzpá. Se trata de una mezcla de significados que incluyen “audacia, insolencia, atrevimiento, descaro, desfachatez, desvergüenza, agallas increíbles, presunción y arrogancia”. La actitud de alguien que está dispuesto a hacer todo para salirse con la suya. En este sentido, hay jutzpá buena y jutzpá mala, dependiendo el objetivo. 

 La iniciativa de AMLO es de la segunda. Estos señores llegaron al poder, y cada vez tienen más, gracias a las reglas electorales actuales. 

 
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 Ahora, con descaro, desfachatez y desvergüenza, proponen modificarlas para evitar la alternancia porque, como claramente ha dicho el Presidente, hay que evitar, a toda costa, que se echen para atrás las acciones de su gobierno; que en el futuro nadie pueda cambiar la política social, el sistema de salud o privatizar algunas de sus obras emblemáticas como el Tren Maya, por ejemplo. 

Pero la democracia sirve para modificar las cosas que no están funcionando. Si una mayoría de votantes piensan que es hora que el erario deje de perder dinero subsidiando un tren y es mejor que lo tome la iniciativa privada, ¿por qué no permitirlo? Pues por la arrogancia de sentirse la última Coca-Cola en el desierto. Esto justifica, para ellos, el atrevimiento de cambiar las reglas político-electorales con el fin de desaparecer a los que piensan y tienen soluciones diferentes. Un típico caso de jutzpá de la mala. 

  

Twitter: @leozuckermann 

Un pacto roto

 

Cecilia SotoCecilia Soto
 
 
 

Desde 1917, mexicanos y mexicanas hemos suscrito un pacto. Cada 5 de febrero celebramos ese logro y cada vez que un joven alcanza la mayoría de edad celebramos que él o ella adquiere nuevas obligaciones y derechos en el marco de ese pacto. Ese acuerdo en lo fundamental nos ha permitido sortear las mayores dificultades sin que el país se fracture o la sociedad se divida de forma irremediable. Incluso, hemos podido mejorarlo y hacerlo evolucionar. La vigencia de ese pacto fundacional ha sido tan importante que aun durante el periodo más autoritario, el del partido casi único, las violaciones a nuestro documento fundador jamás se reconocían y, por el contrario, la retórica política no dejaba de alabarlo y de intentar demostrar el cumplimiento estricto de su contenido. 

 El presidente López Obrador ha roto con ese pacto de respeto y obediencia a la Constitución. Lo ha hecho en forma sistemática y deliberada poco tiempo después de tomar posesión. El juramento con el que toma posesión de “cumplir y hacer cumplir la Constitución” se ha convertido en tema de chacota y burla. 

 No sólo no lo cumple, sino que invita a sus correligionarios a hacer lo mismo. No hay cuidado tampoco en intentar simular que se rige por los preceptos constitucionales, porque, como él dijo, “no me vengan con el cuento de que la ley es la ley”. 

Durante estos tres años y meses, el Presidente se acercaba a nuestro Rubicón, mojaba sus pies en las aguas de las violaciones a la Constitución para luego dar una discreta marcha atrás, como para probar la tolerancia de la sociedad mexicana. 

 ¿Que la Constitución dice que no se usará a las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad interna? Que lo hagan, pero con el uniforme de la Guardia Nacional. ¿Que el Presidente apoya la extensión de mandato del presidente de la Suprema Corte, pese al texto constitucional explícito que lo prohíbe? Lo hace y se lamenta de la decisión (¡ay, tan tardía!) del ministro Zaldívar de no aceptarla. 

Si en Italia, el Rubicón es un río de temporal, poco profundo y Julio César dudó mucho tiempo en cruzarlo con sus tropas, no por las escasas dificultades físicas que presentaba, sino por la frontera que representaba, el Presidente no ha tenido empacho en iniciar el cruce de nuestro Rubicón y completarlo, con dos decisiones. Primero, en ocasión de su campaña por llevar a un número récord de electores a la consulta sobre la revocación de mandato, el Presidente decide abandonar cualquier melindre o deseo de guardar las apariencias. En violación al artículo 134 constitucional, manda a su secretario de Gobernación en un avión de la Guardia Nacional, acompañado por el presidente de su partido, Morena, a hacer campaña abierta a favor de la participación en la consulta a favor de López Obrador. El supuesto campeón de la lucha contra la corrupción calla ante las evidencias del uso ilegal de recursos públicos a favor de su partido. Y, segundo, después de la derrota de la iniciativa de reforma energética en el pleno de la Cámara de Diputados, donde no alcanza la mayoría calificada, inicia una campaña que caracteriza a los y las legisladores de oposición de traidores a la patria. Amenaza con demanda penal y manda a los directivos de Morena, que no tienen espina dorsal para erguirse, a publicitar esa acusación de vileza mayúscula. 

 El INE y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación están ahí, pero el Presidente, su gabinete y gobernadores los ignoran. Si no es mi ley para mí, no hay ley, dicen en los hechos. 

 Por ello, no hay condiciones para debatir la iniciativa de reforma electoral enviada por el Presidente a la Cámara de Diputados. No importa cuántos méritos pueda tener ni si éstos se compensen con sus errores. No es porque su origen sea la Presidencia ni por la polarización política. Con todo y polarización se han discutido leyes e, incluso, reformas constitucionales a las que la oposición ha prestado la mayoría calificada. 

No es su origen lo que la descalifica. Es porque ya no hay piso común por el que ambas fuerzas, las oficialistas y las de oposición, puedan caminar al unísono. No hay acuerdo fundamental que se comparta, puesto que desde el gobierno se vanaglorian de no ceñirse al contenido fundamental de la Constitución. No hay idioma común. No hay propósito común tampoco. No hay coincidencia sobre lo que significan vocablos como democracia, federalismo, equidad en la contienda, pluralidad, separación de poderes, concordia, convivencia, ciudadanía, patria, paz. Imposible debatir cuando se incita a la población a un linchamiento cuyas consecuencias son imprevisibles. 

La segunda parte del juramento con el que toman posesión presidentes, gobernadores, alcaldes y legisladores es “o si no, que la nación me lo demande”. Una forma de demandarlo es mediante el voto y la ciudadanía ya se expresó en 2021 dando a la oposición dos millones de votos más que al partido oficialista. Para las reformas constitucionales, lo mejor será esperar a 2024, cuando tome posesión un nuevo gobierno que se comprometa a restaurar el pacto de concordia que se contiene en la Constitución

La ‘Doctrina de Shock’ del Presidente

 

Víctor BeltriVíctor Beltri                                                                                            Nadando entre tiburones
 
 
 

La estrategia parece ser clara. Cada semana un golpe distinto, o dos, o tres, o cuantos sean posibles. Anuncios inesperados, declaraciones estruendosas, propuestas —incluso— absurdas, pero que ocasionen un estado de “shock” generalizado, del que la población no habrá terminado de salir cuando ya habrá recibido el siguiente, mientras que el gobierno sigue avanzando en su propia agenda de “transformación”. Los ejemplos, abundan: así llevamos ya más de tres años. 

 “Populismo del Desastre”, lo denominamos en estas mismas páginas hace un par de años (https://bit.ly/3s4gR8T), parafraseando la forma en que Naomi Klein describe el oportunismo de quienes se aprovechan de las situaciones de crisis —las hayan provocado ellos o no— para proseguir su propia agenda y obtener los beneficios que están esperando. La gente, mientras tanto, entre más preocupada esté por su propia supervivencia, más dispuesta estará, también, a depositar su confianza en una figura de autoridad que le transmita certidumbre y le diga lo que quiere escuchar: para eso son las mañaneras. 

“Doctrina de Shock” es —en términos de la propia Klein— la táctica brutal de utilizar la desorientación pública, tras un “shock” colectivo, para impulsar medidas radicales. Las tácticas de choque siguen un patrón muy claro: esperar a que suceda una crisis, declarar la necesidad de “políticas extraordinarias”, suspender algunas o todas las normas democráticas, y posteriormente acometer la lista de objetivos lo más rápido posible. 

 
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La investigación de Klein ha demostrado que cualquier situación podría servir para crear estos “shocks” generalizados, si los líderes políticos que los aprovecharán son capaces de manejar las emociones colectivas de forma correcta: de esta forma, podrán continuar con su agenda sin que sus planes, ni las deficiencias en su gestión, sean advertidos por una ciudadanía que sigue tratando de procesar los “shocks” de los últimos años, y esperando los que ahora ya sabe que, sin duda, seguirán llegando. 

 Al Presidente la pandemia le vino, como él mismo lo entendió desde un principio, como anillo al dedo: el “shock” puso a la ciudadanía, de inmediato, en un estado de supervivencia. Los “shocks” seguirían llegando, y la oposición entera ha seguido mordiendo el anzuelo: hoy estamos en “shock”, discutiendo los pormenores de reformas absurdas, o el contenido de los libros de texto gratuitos; antes, el “shock” fue por la postura a favor de Rusia, la inauguración del aeropuerto, los ataques a periodistas o cualquiera de los temas con los que, de manera cotidiana, trata de crear ese nuevo “shock” que nos distraiga de los resultados de una administración que, en términos reales, ha fracasado en cada uno de los temas importantes. 

Los fracasos se resienten, y la ciudadanía cada vez está más molesta: el “shock” constante, sin embargo, la sigue entregando en los brazos de la figura de autoridad que conoce sus emociones y les dice, todos los días, lo que quieren escuchar. La oposición partidista, decíamos la semana pasada, no ha sido capaz de acercarse a la sociedad civil, y capitalizar el desencanto; la sociedad civil, por su parte, no ha sido capaz de unirse entre sí y exigir a los partidos que no retrocedan un ápice en la lucha contra el “Populismo del Desastre” del gobierno en funciones. 

Lo que viene no lo sabemos, pero no es difícil predecirlo: la “Doctrina de Shock” continuará, y se incrementará en tanto el Presidente, que ha perdido el control, pero tiene todo el poder, perciba que se le escapa de las manos. Cada semana un golpe distinto, o cuantos sean posibles; anuncios inesperados, declaraciones estruendosas, propuestas que ocasionen un estado de “shock” generalizado, en el que no podemos seguir cayendo. La agenda pública, hay que entenderlo, tiene que ser definida por la ciudadanía y no por quien no es sino su mandatario: la “Doctrina de Shock”, en todo caso, también la resiente quien se sigue tropezando, todos los días, con una Casa Gris. 

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