Cecilia Soto
Desde 1917, mexicanos y mexicanas hemos suscrito un pacto. Cada 5 de febrero celebramos ese logro y cada vez que un joven alcanza la mayoría de edad celebramos que él o ella adquiere nuevas obligaciones y derechos en el marco de ese pacto. Ese acuerdo en lo fundamental nos ha permitido sortear las mayores dificultades sin que el país se fracture o la sociedad se divida de forma irremediable. Incluso, hemos podido mejorarlo y hacerlo evolucionar. La vigencia de ese pacto fundacional ha sido tan importante que aun durante el periodo más autoritario, el del partido casi único, las violaciones a nuestro documento fundador jamás se reconocían y, por el contrario, la retórica política no dejaba de alabarlo y de intentar demostrar el cumplimiento estricto de su contenido.
El presidente López Obrador ha roto con ese pacto de respeto y obediencia a la Constitución. Lo ha hecho en forma sistemática y deliberada poco tiempo después de tomar posesión. El juramento con el que toma posesión de “cumplir y hacer cumplir la Constitución” se ha convertido en tema de chacota y burla.
No sólo no lo cumple, sino que invita a sus correligionarios a hacer lo mismo. No hay cuidado tampoco en intentar simular que se rige por los preceptos constitucionales, porque, como él dijo, “no me vengan con el cuento de que la ley es la ley”.
Durante estos tres años y meses, el Presidente se acercaba a nuestro Rubicón, mojaba sus pies en las aguas de las violaciones a la Constitución para luego dar una discreta marcha atrás, como para probar la tolerancia de la sociedad mexicana.
¿Que la Constitución dice que no se usará a las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad interna? Que lo hagan, pero con el uniforme de la Guardia Nacional. ¿Que el Presidente apoya la extensión de mandato del presidente de la Suprema Corte, pese al texto constitucional explícito que lo prohíbe? Lo hace y se lamenta de la decisión (¡ay, tan tardía!) del ministro Zaldívar de no aceptarla.
Si en Italia, el Rubicón es un río de temporal, poco profundo y Julio César dudó mucho tiempo en cruzarlo con sus tropas, no por las escasas dificultades físicas que presentaba, sino por la frontera que representaba, el Presidente no ha tenido empacho en iniciar el cruce de nuestro Rubicón y completarlo, con dos decisiones. Primero, en ocasión de su campaña por llevar a un número récord de electores a la consulta sobre la revocación de mandato, el Presidente decide abandonar cualquier melindre o deseo de guardar las apariencias. En violación al artículo 134 constitucional, manda a su secretario de Gobernación en un avión de la Guardia Nacional, acompañado por el presidente de su partido, Morena, a hacer campaña abierta a favor de la participación en la consulta a favor de López Obrador. El supuesto campeón de la lucha contra la corrupción calla ante las evidencias del uso ilegal de recursos públicos a favor de su partido. Y, segundo, después de la derrota de la iniciativa de reforma energética en el pleno de la Cámara de Diputados, donde no alcanza la mayoría calificada, inicia una campaña que caracteriza a los y las legisladores de oposición de traidores a la patria. Amenaza con demanda penal y manda a los directivos de Morena, que no tienen espina dorsal para erguirse, a publicitar esa acusación de vileza mayúscula.
El INE y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación están ahí, pero el Presidente, su gabinete y gobernadores los ignoran. Si no es mi ley para mí, no hay ley, dicen en los hechos.
Por ello, no hay condiciones para debatir la iniciativa de reforma electoral enviada por el Presidente a la Cámara de Diputados. No importa cuántos méritos pueda tener ni si éstos se compensen con sus errores. No es porque su origen sea la Presidencia ni por la polarización política. Con todo y polarización se han discutido leyes e, incluso, reformas constitucionales a las que la oposición ha prestado la mayoría calificada.
No es su origen lo que la descalifica. Es porque ya no hay piso común por el que ambas fuerzas, las oficialistas y las de oposición, puedan caminar al unísono. No hay acuerdo fundamental que se comparta, puesto que desde el gobierno se vanaglorian de no ceñirse al contenido fundamental de la Constitución. No hay idioma común. No hay propósito común tampoco. No hay coincidencia sobre lo que significan vocablos como democracia, federalismo, equidad en la contienda, pluralidad, separación de poderes, concordia, convivencia, ciudadanía, patria, paz. Imposible debatir cuando se incita a la población a un linchamiento cuyas consecuencias son imprevisibles.
La segunda parte del juramento con el que toman posesión presidentes, gobernadores, alcaldes y legisladores es “o si no, que la nación me lo demande”. Una forma de demandarlo es mediante el voto y la ciudadanía ya se expresó en 2021 dando a la oposición dos millones de votos más que al partido oficialista. Para las reformas constitucionales, lo mejor será esperar a 2024, cuando tome posesión un nuevo gobierno que se comprometa a restaurar el pacto de concordia que se contiene en la Constitución