México se aproxima al mayor reto de nuestra Historia moderna, mientras que –a bordo del navío– la tripulación se amotina. Morena es un partido que nunca logró ser un movimiento verdadero, sino que se conformó de una gavilla de oportunistas que supo encontrar, en la sumisión absoluta, la ruta de acceso al poder. Un poder que, al día de hoy, se disputan a dentelladas.
El partido oficialista fue capaz de crear la maquinaria perfecta para obtener y conservar el poder, pero no para administrarlo: el único vínculo real entre los diferentes grupos que lo integran nunca ha sido otro más que la sumisión a un caudillo sin mayor visión a futuro que sus propios rencores y resentimientos. Y muchas ocurrencias, por supuesto. Los ratones hacen fiesta cuando el gato no está en casa: Morena perdió el rumbo mucho antes de cumplirse cien días de la ausencia del caudillo, y comienza a implosionar ante las diferencias entre sus miembros que –en las palabras de un clásico– ahora están empezando a disfrutar de la osadía de sentirse libres.
El poder no es un cheque en blanco, y el pueblo bueno que lo confirió en las urnas ha comenzado a cuestionarse no sólo la conveniencia de absolver y adoptar a los Yunes como parte de la nueva mafia en el poder, sino la congruencia de incorporar a uno de los mayores representantes de la corrupción del muy estigmatizado calderonato al gabinete de Layda Sansores. La violencia en Culiacán, la responsabilidad de un gobernador insostenible; los decomisos repentinos de una droga letal cuya existencia en nuestro país se negó, de manera categórica, en años pasados. Más dudas, aún, genera el pleito intestino de quienes en su momento se enfrentaron como corcholatas, entre sí –y, en su conjunto, contra la Presidenta de la República–, mismo que en poco tiempo ha pasado de las meras declaraciones mediáticas a la seriedad de las denuncias penales. ¿Por qué, de todo esto, votaron los electores de Morena y sus partidos satélite? ¿De qué se trató, en realidad, la Cuarta Transformación Nacional?
Se ha mentido, se ha robado, se ha traicionado al pueblo. El partido en el poder ha perdido la brújula justo cuando el buque se aproxima a los escollos, arrastrando sin pudor los lastres absurdos heredados por la administración precedente. La polarización es un despropósito en momentos que requerirían de la unidad de todos los mexicanos; la reforma judicial, que legó el expresidente al último momento, no es sino el antecedente de una catástrofe nacional que parecería –incluso– deliberada. La amenaza que se cierne sobre nuestro país es real, y las primeras oleadas del tsunami llegarán justo en 35 días: la situación en la frontera cambiará por completo, sin duda alguna, y el tratado de libre comercio con EU y Canadá no se renovará en los términos que hasta ahora nos han resultado convenientes. El reto será enorme: no sólo tendremos que reinventarnos como nación, sino que tendremos que recomponer –por completo– las relaciones comerciales y diplomáticas que nos han conferido un lugar en la región, y en el mundo, más allá de nuestra situación geográfica.
Los ratones hacen fiesta cuando el gato no está en casa: el tiempo, mientras tanto, sigue transcurriendo su camino inexorable. Los partidos de oposición han perdido la relevancia necesaria para mantenerse vigentes: la oposición en ciernes no permite sino predecir un refugio para quienes no lograron acomodarse ni con el oficialismo ni con sus antiguos correligionarios. La política está en crisis, cuando necesitamos lograr acuerdos: sin una opción distinta –y real, sobre todo– no es difícil augurar el futuro que nos espera.
El México que conocimos desapareció hace mucho tiempo: en los tiempos que vivimos, el México del futuro, en estos momentos, no es más que la suma fatal de todas nuestras incertidumbres. Es momento de recuperar la brújula: quien se encuentra al mando debería de tomar el timón y definir su propio rumbo, antes de que la tripulación se siga amotinando.