06 de Mayo de 2018

La confrontación AMLO-cúpula empresarial del CMN mueve la tentación de referir la elección de 2006, la más explosiva de los últimos 18 años. Un hito del desencanto con los gobiernos de la alternancia, que socavó expectativas del “cambio” y erosionó la legitimidad democrática. Pero si tuviéramos que establecer una relación con aquellos comicios, sería para preguntar hasta dónde aprendió el país las lecciones de esa crisis y qué tanto ha cambiado para no volver a ver esa película como réplica de un “regreso al futuro”.

El enfrentamiento irrumpe cuando AMLO lleva una amplia ventaja en las encuestas, de casi el doble de la que tenía a principios de 2006. Su confianza en que “este arroz ya se coció” podría explicar la decisión de abrir innecesariamente un frente con los empresarios, contrario al mensaje de moderación y no confrontación para exorcizar su imagen con ellos. Pero las pulsiones que se activaron esta semana parecen más bien reacciones instintivas, de un lado, por nerviosismo ante el temor de que se reedite la postura de cerrarle el paso de la forma que sea, como en 2006, y del otro, por la incertidumbre que genera entre grandes empresarios su posible triunfo.

La espiral de ataques inició con la denuncia de presiones de un grupo del CMN para forzar una candidatura única del PRI y el Frente contra AMLO, aunque sin bases para hablar de una conspiración del empresariado en contra suya, comenzando porque no son un bloque homogéneo.

Pero la descalificación hacia ellos como “minoría rapaz” que “roba” y se enriquece a costa del país, aviva el miedo de que su gestión como Presidente empuje al desastre. El resorte del temor, en ambos, el caldo de cultivo de la intolerancia de sus discursos. Uno, para reclamar que quien no vote por él apoya a la corrupción; los otros, para desacreditarlo como epíteto de Chávez o Maduro. Ambos fuera de tono.

El primer saldo negativo es que suministra tensión y polariza los ánimos en un país que, a diferencia de 2006, acumula enojo y hartazgo por la mayor crisis de seguridad y justicia de la historia contemporánea, que heredan los gobiernos panistas y priistas. El discurso de la contraposición o el de la eliminación del adversario son ahora mucho más peligrosos e irresponsables. La estrategia de “jugar al límite” o “romper las reglas” para incidir en el resultado, como advirtió el INE, arriesga la elección. Ésta tendría que ser la lección de la crisis política de 2006, cuando las acciones de poderes políticos y empresariales, contra el peligro que pretendían conjurar, dejaron la mayor incertidumbre para el futuro gobierno.

Mucho más grave aún cuando el mensaje de la polarización pretende manipular el malestar de un electorado enojado con los resultados de los gobiernos de la alternancia.

A diferencia de 2006, el voto antistatu quo en el mundo, con el Brexit o el triunfo de Trump y en México el rechazo a la continuidad, ayuda a explicar la ventaja de AMLO. La actual elección hoy se da en un contexto distinto por el desconcierto con el modelo económico, escándalos de corrupción y la violencia que se generaliza por el crimen. En esta circunstancia especial, azuzar el miedo implica mayores riesgos que antes, porque la violencia es tierra propicia para desbordar la civilidad.

La nueva confrontación muestra que la crisis de 2006 no resolvió el problema de las viejas fronteras entre el poder y los empresarios. Otra vez se salen de lugar, aunque nadie podría condicionar el derecho a hablar de ninguno. En democracia, es prerrogativa manifestar las ideas sobre el país, incluso participar en política, aunque la falta de autocontención de actores políticos y empresarios también amenace su cuidado. La tolerancia no está asegurada en las leyes, pero valorarla es clave para saber cómo y con quien va a gobernar el que gane. Y ya vimos hace 12 años la pendiente de violencia a la que empujó al país cuando desapareció de la competencia por el poder.