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Sebastián Lerdo de Tejada y Corral Primera parte.

Por Arturo NORIEGA IBARRA

Probablemente ningún hombre público en México exista mas defectuosa información que sobre don Sebastián, cuya vida privada haya llegado hasta nosotros en forma tan caprichosamente desfigurada. Cogido en las tenazas del juarismo  y porfiristas, el pobre don Sebastián ha sido objeto de juicios inquinosos durante poco más de un siglo, como es usual que suceda a los vencidos. Primero las glorias de Juárez, y luego los treinta años porfíricos, fueron muchos para el infeliz Jalapeño. Principal colaborador de Juárez, durante los años del peregrinaje que labraron el pedestal del benemérito, los juaristas le restan importancia para que no enturbie las hazañas de su ídolo. Y enemigo de don Porfirio cuando este le disputó la presidencia, los porfiristas, a la hora del triunfo, batieron en el estiércol su nombre.

 

Sebastián Lerdo de Tejada, fue un tipo chaparrón, ligeramente regordete, nariz aguileña de gancho, con problemas de control del nervio óptico de su ojo izquierdo, blanco, calvo, barbilargo, siempre vestido de levita negra, penetrante y observador.

Nació en Xalapa, Veracruz; el 24 de abril de 1823, hijo de Juan Antonio Lerdo de Tejada, originario de la provincia de Valladolid y Concepción Corral y Bustillos, de Veracruz, Pasó su infancia en su ciudad natal, y después, a los trece años, llegó a vivir a la ciudad de Puebla, donde estudió becado en el Seminario Palafoxiano, donde cursó latín, filosofía y teología; su hermano era Miguel Lerdo de Tejada, político liberal, descendientes ambos del muy antiguo e ilustre Solar de Tejada. Trabajó en la tienda de su padre en Xalapa. Estuvo a punto de recibirse de sacerdote, pero lo abandonó los hábitos para luego irse a la ciudad de México, al Colegio de San Ildefonso a estudiar jurisprudencia, en donde se tituló como abogado en 1851. Más tarde fue profesor y rector de esa escuela por acuerdo del presidente Mariano Arista, cargo que desempeñó entre 1852 y 1863. A partir de 1863 acompañó a Benito Juárez durante su peregrinaje por el norte de México durante la intervención francesa (1863-1867).

Fue fiscal de la Suprema Corte de Justicia y ministro de Relaciones Exteriores  durante el gobierno de Ignacio Comonfort,  pero más tarde ingresó como diputado al Congreso de la Unión. Fue un hombre liberal y nacionalista. En 1863 fue ministro de Justicia y después de Relaciones Exteriores de 1863 a 1868 y de 1868 a 1870 durante el gobierno de Benito Juárez.

En 1871, una vez restaurada la República, Lerdo de Tejada y el general Porfirio Díaz, se presentaron como candidatos a la presidencia de la República en contra del presidente Juárez, en las elecciones federales de México de 1871. Éste fue reelecto, y Lerdo se incorporó al gobierno como presidente de la Suprema Corte, en cambio Díaz se levantó en armas con el Plan de La Noria. No tuvo mayor eco esta rebelión. El 18 julio de 1872 murió Benito Juárez, lo cual fue anunciado por José María  Lafragua, y Lerdo quien ocupaba el cargo de presidente de la Suprema Corte, asumió la presidencia en forma interina.

Período presidencial

En octubre, fueron convocadas las elecciones para presidente de la República Mexicana. Se presentaron como candidatos Porfirio Díaz y Lerdo de Tejada. En las Elecciones  extraordinarias  de  México  de 1872, este último derrotó a Díaz. Por otra parte, José María Iglesias ganó la contienda a Vicente Riva Palacio y obtuvo el puesto de presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. El 1 de diciembre de 1872, Lerdo de Tejada asumió la presidencia de forma oficial para el período de 1872 a 1876.

En su mandato avanzó en la pacificación del país, desangrado por constantes guerras y levantamientos desde la consumación de la Independencia en 1821. Enfrentó a Manuel Lozada "el Tigre de Alica" quien se había levantado en armas en el cantón de Tepic, exigiendo una reforma agraria en beneficio de los campesinos, derrotándolo en marzo de 1873. El 23 de septiembre de 1873, elevó a rango constitucional las Leyes de Reforma. Por otra parte, reintegró la cámara de senadores, para ser contrapeso de la cámara de diputados, se inauguró el ferrocarril de México a Veracruz y buscó la eliminación de los cacicazgos y la integración del país. Se fomentó la industria con el sufragio de capital extranjero, principalmente de Francia y el Reino Unido, tratando de evitar el estadounidense.

El 11 de septiembre de 1875, fue miembro fundador de la Academia Mexicana de la Lengua, ocupó la silla VII.

Reelección y Plan de Tuxtepec

Hacia finales de su período presidencial, se inició una campaña de propaganda para buscar la reelección, lo cual produjo disgusto general en todo el país. En 1876 intentó hacer modificaciones legales para permitir su reelección. Durante las elecciones, Lerdo de Tejada fue apoyado por el Poder Legislativo el cual declaró válido el resultado a favor de Lerdo y por lo tanto ganador de los comicios Presidenciales de 1876, sin embargo el Poder Judicial encabezado por Iglesias declaró que las elecciones habían sido fraudulentas. El 15 de enero, Porfirio Díaz aprovechó la situación para levantarse en armas mediante el Plan de Tuxtepec. Díaz modificó el plan en Palo Blanco, con el objetivo de ganar partidarios, reconoció a José María Iglesias como presidente interino, mientras Lerdo trataba de asegurar la reelección imponiendo obligaciones a los soldados y empleados públicos para votar por él. Iglesias decidió no pactar con Díaz y salió de la capital emitiendo un manifiesto en Salamanca. Esta vez, la rebelión triunfó en la Batalla de Tecoac. Lerdo se vio en la necesidad de renunciar, entregó el poder a Protasio Tagle y abandonó el país en enero de 1877; Iglesias conferenció con Porfirio Díaz, con muy poco respaldo, también se vio obligado a abandonar el país rumbo a Estados Unidos.

Sebastián Lerdo de Tejada vivió el resto de su vida desterrado en la ciudad de Nueva York. Nunca se casó. Murió el 22 de abril de 1889, sus restos fueron trasladados a México y depositados en la Rotonda de los hombres Ilustres.

Lerdo de Tejada tenía una inteligencia por demás extraordinaria y una preparación intelectual tan amplia que estaba por encima de toda la generación liberal. Según sus contemporáneos sólo un hombre gozó de una mente tan brillante y despejada como la suya: Melchor Ocampo. Y sin embargo, sus cualidades convergían de manera natural en un defecto que, al asumir la presidencia, le impidió gobernar con lucidez: la soberbia.

"No creía necesitar de nadie para la acción -escribió Justo Sierra-; todos los hombres le eran iguales, todos eran para él instrumentos fácilmente manejables con el señuelo del interés; no creía necesitar de consejo, no deliberaba, se informaba negligentemente y decidía sin elementos suficientes muchas veces".

Desde su juventud y como estudiante había mostrado sus dotes intelectuales.  Estudió en el Seminario de Puebla como ya dijimos, donde cursó latín, filosofía y teología pero antes que por Dios, optó por la carrera de las leyes. Recibió su título en 1851 y un año después, el joven abogado de veintinueve años de edad fue nombrado rector de San Ildefonso.

Su ascenso en la vida política nacional tampoco fue culpa del azar. Y aunque durante la guerra de Reforma rechazó al gobierno conservador asentado en la ciudad de México, extrañamente no se entregó por completo a la causa de los liberales ni se mantuvo cerca del presidente Benito Juárez. Prefirió exiliarse dentro de los antiguos muros de San Ildefonso y combinar la rectoría del colegio con el estudio, la reflexión y sus negocios como abogado.

Quizá fueron los años que necesitaba para madurar sus ideas políticas, porque al consumarse el triunfo de los liberales en 1861 y con la intervención francesa en ciernes, despertó el estadista. "En política, como en todos los negocios de la vida -solía decir-, los términos medios son por lo general los peores; hay que decidirse por cualquiera de los extremos". Si Juárez encarnó a la República, Lerdo fue su alma. La tenaz resistencia del gobierno mexicano que llegó hasta Paso del Norte, no se entiende sin aquellos dos hombres.

Desde el ministerio de Relaciones Exteriores -que por años fue también el centro de la política interior- don Sebastián no permitió a Juárez ceder un ápice. Si alguna duda llegó a tener don Benito sobre la suerte que debían correr Maximiliano, Miramón y Mejía; si se conmovió frente a las peticiones de indulto o vaciló ante las súplicas de las esposas y futuras viudas, Lerdo estuvo ahí -frío e impasible ante los asuntos de la nación- para no dar un paso atrás.

"El perdón de Maximiliano pudiera ser muy funesto al país... Es preciso que la existencia de México, como Nación independiente, no la dejemos al libre arbitrio de los gobiernos de Europa... Cerca de cincuenta años hace que México viene ensayando un sistema de perdón, de lenidad, y los frutos de esa conducta han sido la anarquía entre nosotros y el desprestigio en el exterior".

Con la misma frialdad y en su carácter de ministro del gobierno, impidió la entrega del cadáver hasta que se presentase una solicitud oficial del gobierno austriaco y de la familia del extinto archiduque, pidiendo la entrega del cuerpo. "El gobierno debía ser inexorable -señaló-, porque era necesario, como un escarmiento a la Europa, que el castigo fuera terrible, como terribles habían sido los ultrajes inferidos a la majestad de la nación". El muerto finalmente se fue de México cinco meses después de la ejecución.

Durante los primeros años de la República Restaurada, don Sebastián siguió dentro del gabinete del presidente Juárez. Lo apoyó en su reelección, en el proyecto para crear el senado, en la mano dura que por momentos aplicó en algunos estados de la federación y cerró filas con el presidente para afrontar la primera rebelión de Díaz en 1871. Ese mismo año alcanzó la presidencia de la Suprema Corte de Justicia. La repentina muerte de don Benito, ocurrida el 18 de julio de 1872, lo llevó a la presidencia y la realización de nuevas elecciones le otorgó el poder constitucionalmente.

Sus logros, sin embargo, pronto fueron olvidados. La claridad e inteligencia con que había actuado como ministro de Juárez desaparecieron bajo su premisa de "los extremos", llevando el credo liberal a límites que ni siquiera el propio don Benito -por sentido de la oportunidad y de la política- había tocado: elevó a rango constitucional las leyes de Reforma (1873), decretó la supresión de la orden de las Hermanas de la Caridad y la expulsión de varios jesuitas por supuestas conspiraciones en contra del gobierno. Como era de esperarse una ola de indignación recorrió el país entero.

"Todo el elemento femenino de la sociedad -escribió Justo Sierra-, que había aplaudido en el advenimiento del señor Lerdo el reinado de la gente decente, volvió la espalda al presidente y comenzó con implacable tenacidad esa guerra sorda de los salones y las cocinas, que ataca y enmohece los más íntimos resortes gubernamentales"

Con buena parte de los grupos políticos en su contra, su reelección en 1876 era impensable. Aun así, el gobierno se empecinó en llevarla a feliz término y el fraude fue descarado. Sus extremos habían roto la legalidad. Porfirio Díaz se levantó en armas y Jesús María Iglesias, presidente de la Suprema Corte y viejo amigo de Lerdo, desconoció la reelección presidencial. El 20 de noviembre de 1876, dejó la presidencia y marchó a los Estados Unidos para residir en Nueva York los últimos años de su vida.

Había sido un hombre para aconsejar al poder, para ilustrarlo, para iluminarlo, no para ejercerlo. "De temperamento profundamente conservador y autoritario -concluye Sierra-, irónicamente ajeno a toda creencia, aunque tenía la religión de la patria, que consideraba en buena parte como obra suya, el presidente Lerdo era un gran señor, capaz de hacer cosas admirables junto a un gobernante de carácter soberano.

Sebastián Lerdo de Tejada acompañó al presidente Juárez en los días más difíciles de la lucha contra el imperio de Maximiliano de Habsburgo y la invasión  francesa. En el difícil viaje hacia el norte, el hábil político se encontró con una muchachita jovencísima: Manuela Revilla Zubía. Su padre, don Bernardo Revilla, había sido dos veces gobernador de Chihuahua, de militancia liberal. Era natural que él y sus hijas formaran parte del círculo que acompañó la estancia de los republicanos en la ciudad de Chihuahua de octubre de 1864 a septiembre de 1865.

Esos once meses bastaron para que el adusto don Sebastián Lerdo se prendara de Manuela, que tenía poco más de 14 años. Era frecuente, en el México del siglo XIX, que se dieran notables diferencias de edad en una pareja. Lo cierto es que Lerdo ya pasaba de los 40 años y la jovencita Revilla le robó el corazón.

Nada sabríamos de este episodio privadísimo de la biografía de Sebastián Lerdo, si no fuese porque a principios de la década de los 70 del siglo pasado, el historiador chihuahuense José Fuentes Mares, dio con una parte del epistolario que da cuenta de este enamoramiento. Se trata de las cartas escritas por don Sebastián a Antonia, la hermana de Manuela.

En 1866, en ocasión del último paso de los juaristas por Chihuahua, don Sebastián se atrevió a requerir de amores a la ya quinceañera Manuela. Pero la joven amaba a un sastre llamado Adolfo Pinta. Lerdo insistió. Incluso, acudió al padre de la joven. Pero don Bernardo Revilla dejó a juicio de su hija la elección de su futuro marido. Juárez y sus colaboradores siguieron su camino hacia la ciudad de México. Lerdo se fue, pero no perdió la esperanza: le hizo “un encargo” a Antonia Revilla: que intercediera ante su hermana por él.

La correspondencia que don Sebastián dirigió a su potencial cuñada fue copiosa, siempre con la esperanza de que “su encargo” se cumpliera. Pero Manuela nunca cedió a las pretensiones de su enamorado. Poco a poco, las cartas de Lerdo se volvieron más breves, hasta que, en vísperas de la boda de Antonia, se despidió para no volver a comunicarse.

A don Sebastián lo ganó la política. Nunca se casó. Sus adversarios, destruyeron cualquier imagen positiva que de su presidencia –sucedió a Juárez- pudiera quedar. Derrotado al enfrentarse a un joven Porfirio Díaz, murió en el exilio, completamente solo.

Una triste historia de amor  vivió el siempre solterón, Don Sebastián Lerdo de Tejada, al enamorarse en Chihuahua de un imposible...

Corría el año de 1866 cuando en una recepción en una de las casonas de la Zarco perteneciente al General  Don Bernardo Revilla Valenzuela, en honor a Don Benito, Lerdo conoce a la hermosa hija del anfitrión, Manuela Revilla Zubía de escasos 14 años y se enamora perdidamente de la chiquilla. Pero la niña nunca le hizo caso e incluso el ministro optó por hablar con el padre, quien a su vez habló con Manuelita pero ella le dijo que su amor pertenecía ya a otro hombre. Obsesionado y loco de amor la trató de convencer de diversas maneras pero todo fue imposible. Años después a la muerte del Ex-Presidente en su exilio en Nueva York, su cuerpo fue repatriado por Chihuahua y al pasar el cortejo por la Avenida Independencia entre la multitud salió una mujer con un niño en la mano y le dijo al pequeño: Ese hombre mijo, pudo haber sido tu padre!