Víctor Beltri Nadando entre tiburones
La mejor forma de cocinar una langosta, de acuerdo con algunos cocineros, consiste en introducirla viva en agua fría para, después, aumentar la temperatura de manera gradual hasta que esté en su punto. Es imposible saber, evidentemente, lo que pasa por la cabeza del animal mientras que suben los grados centígrados: es probable que sólo sienta más calor, hasta el momento en que ya es demasiado tarde.
Los resultados de la elección de ayer, con todo y sus sorpresas, no merecen tanto el entusiasmo como obligan a la reflexión profunda sobre la situación actual y el futuro que parece acecharnos. Lo que antes eran tan sólo sospechas, ahora son acusaciones directas por parte de quienes conocen bien al Presidente e, incluso, han formado parte de su círculo más cercano: la descarada operación de Estado en los comicios; el reparto de dinero y amenazas, la presencia de gente armada, no sólo anticipan lo que vendrá en el futuro, sino que advierten una situación en la que ya estamos inmersos aunque prefiramos no darnos cuenta.
El país es una catástrofe continua desde su inicio, en todos los rubros, pero nadie ha sido capaz de ofrecer una visión distinta, creíble, y que logre entusiasmar a la gente que —a pesar de estar sufriendo en carne propia los errores de esta administración— aún sigue creyendo en el Presidente. La oposición está dividida y, si los partidos no han sido capaces de ponerse de acuerdo entre ellos, mucho menos lo han sido de conectar con una ciudadanía que exige de ellos algo más que la oferta de terminar con una pesadilla para regresar a otra.
La oposición no ha sido capaz de construir un discurso sólido porque, al parecer, los propios partidos políticos no han entendido la dimensión real del problema.
Lo que se juega en 2024 no es una elección más en el juego democrático que conocemos y construimos juntos, en el que un partido podía ganarle a otro y la alternancia en el poder era algo natural e, incluso, deseable: lo que enfrentamos ahora no es un partido político, sino la unión real y operativa de los poderes fácticos con el poder del Estado, en una alianza que buscará por todos los medios la continuidad para poder evadir responsabilidades y lograr los propios fines de sus integrantes.
En tales condiciones, con recursos financieros prácticamente ilimitados y el virtual monopolio de la violencia ilegítima que le ha concedido la política de “abrazos, no balazos”, ¿quién sería el gran elector? ¿A quién le corresponderá el dedazo? El agua ya está hirviendo, y es preciso advertirlo una vez más, sin que las victorias pírricas desvíen nuestra atención de lo que se cocina mientras celebramos un pequeño avance.
Nuestro gobierno no sólo se ha alineado con el lado equivocado de la historia a nivel mundial —con la guerra en Ucrania— sino también con el más perverso a nivel regional —con el Foro de Sao Paulo— y el más despiadado en nuestra realidad nacional, según acusan quienes lo conocen de cerca.
La emergencia es real, y amenaza con la destrucción del país que entre todos hemos construido: si en algún momento de la historia se ha necesitado la unión de todos los mexicanos, dejando atrás nuestras diferencias, se trata —sin duda— del que estamos viviendo.
Los contubernios no son heredables, es cierto, pero por eso se pactan desde antes con quienes estarán involucrados. Hoy comienza —en los hechos— la demolición del INE y, con ello, el último obstáculo para terminar con una democracia que no les sirve a quienes tienen sus propios intereses. Los partidos políticos no pueden esperar a sus electores de regreso sin dejar de participar antes en el mensaje de odio presidencial y, en cambio, enfocarse en lo que podría ser una gestión efectiva de gobierno para colocarnos de nuevo en la ruta correcta; los partidos políticos —tampoco— pueden seguir midiendo sus tiempos pensando en que su turno llegará en 2030: de seguir por donde vamos, para entonces —muy probablemente— no existirá un sistema democrático que lo permita. El agua, aunque no nos guste, ya está hirviendo.