José Elías Romero Apis
En mis dos más recientes entregas hice tres menciones. Primera, que la democracia mexicana es la más esmerada del mundo. Segunda, que no todos creemos en el mismo concepto de democracia. Tercera, que no a todos les gusta la democracia.
México ha tenido mayor obsesión por reformar su sistema electoral que su sistema penal. Y es que a nuestros gobernantes les interesan más las elecciones que los delitos. Reconozco que en esto han sido muy exitosos. Por eso tenemos el mejor sistema de elecciones y uno de los peores sistemas de seguridad pública.
Hace 45 años, el talentoso mexicano Jesús Reyes Heroles impulsó un nuevo sistema electoral que la historia bautizó como la Reforma Política Mexicana. En realidad, mi memorable maestro no era un demócrata, sino un estadista. Sus preferencias ideológicas no contaban ante la urgencia del Estado mexicano, que en ese entonces necesitaba resolver su atrofia de convivencia política.
Ese México se encontraba bipolarizado entre priistas y antipriistas. Los primeros se jactaban de ser progresistas, socializantes, constructores, tolerantes, liberales, nacionalistas y hasta antirreeleccionistas. Y, en realidad, sí que lo eran. Por eso, la oposición sólo tenía a la mano una crítica incuestionable. Carecían de vocación para ser demócratas.
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El PRI había logrado el desarrollo estabilizador, el milagro mexicano, el rescate de los hidrocarburos, la reforma agraria, el sindicalismo, la seguridad social, la educación pública, el sistema de salud, la infraestructura integral, el desarrollo industrial, la estabilidad económica, la desmilitarización del gobierno, la ampliación de libertades, el gobierno corporativo y hasta el respeto internacional.
Pero no había movido un centímetro hacia la democratización y el pluralismo. Todos los presidentes, gobernadores, senadores y diputados eran priistas o no entraban al gobierno.
Ante eso, la frágil oposición planteaba un recio malestar difícil de refutar. Reyes Heroles convenció al presidente. Si eso es todo lo que nos piden, en realidad no nos piden nada. Y la reforma política fue.
El presidente ponía a los árbitros y proponía a los jueces electorales. Dejó de hacerlo. Los partidos políticos no tenían dinero. Hubo que regalárselo. La oposición no tenía congresistas. Ya los tendrían. Más tarde, tuvieron gobernadores. Que un solo partido no tuviera la reforma constitucional. Así sucedió. Todos ganarían y todos ganaron.
Desde luego y desde entonces hubo voces ortodoxas que se opusieron. Que va a costar mucho dinero. Sí, la democracia es muy cara y la dictadura es muy barata. Que algunos payasos se volverán congresistas. Pues así sucedió. Que algunos charlots serán gobernadores. Pues sí, también sucede. Que el pueblo puede equivocarse en las elecciones. Claro que sí se ha equivocado.
Pero había que cambiar todo para que nada cambiara, decía Reyes Heroles, citando a Lampedusa. El pueblo no sería más feliz ni más seguro ni más respetado. Pero se aseguró la estabilidad política, el desarrollo económico y la convivencia pacífica. Eso es mucho, sobre todo si duran un siglo, como nos han durado.
Ahora, de nueva cuenta se escuchan las añejas voces ortodoxas que quieren regresarnos al pasado y sacarnos de lo que llaman esta barbarie democrática. Que vuelva el autoritarismo. Que regrese el presidencialismo. Que muera el pluralismo.
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