Miércoles, Noviembre 27, 2024
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Los últimos días de Juárez

Pascal Beltrán del Río                                                                      Bitácora del director

 

 

Un día como hoy, hace 150 años, el presidente Benito Juárez celebraba el que sería su último cumpleaños.

Su cuarta reelección, a mediados de 1871, había hecho que muchos mexicanos se preguntaran en qué consistía su obcecación de mantenerse en el poder. Aquellos comicios terminaron con aroma de fraude. Un final poco elegante para el hombre que había derrotado al imperio y a la intervención franceses.

Pronto estallaron rebeliones en distintas partes del país. En febrero de 1872, Juárez debió enviar al general Sóstenes Rocha a combatir la sublevación que se había desatado en el noreste, en apoyo del Plan de la Noria, acaudillado por Porfirio Díaz.

Después de alzarse en armas en Monterrey, el general Jerónimo Treviño Leal y sus hombres habían avanzado sobre Saltillo, capturando la ciudad el 5 de diciembre de 1871. Allí se les unió Donato Guerra, quien también se había pronunciado en Zacatecas. 

Así transcurrieron los últimos meses de vida de Benito Juárez. Toda la gloria que el Benemérito había acumulado durante la lucha contra la ocupación extranjera se había transformado en decepción y hasta en enojo, por su resistencia a dejar el poder.

Los comicios presidenciales del 25 de junio de 1871, en los que Juárez contendió con Porfirio Díaz y Sebastián Lerdo de Tejada, habían sido “un San Quintín en toda la República”, refiere Ralph Roeder en su obra cumbre Juárez y su México. 

“Candidato de sí mismo –vaticinó el diario El Siglo Diez y Nueve–, Juárez creerá en su estrella y no recordará que esas estrellas se eclipsan en México, como sucedió con las de Santa Anna, Miramón y Maximiliano”.

Como ninguno de los candidatos presidenciales obtuvo una victoria clara, la decisión de quién ocuparía el cargo para el periodo 1871-1875 pasó al Congreso. “En vísperas del veredicto, estalló una asonada en la capital (…) En ausencia del ministro de Guerra (el general Ignacio Mejía, quien se encontraba combatiendo a los alzados), el presidente dirigió la represión, que fue rápida y fulminante: las tropas leales bombardearon la Ciudadela y para la medianoche, el motín había quedado sofocado”.

El 12 de octubre de 1871, el Congreso ratificó la reelección de Juárez con 105 votos.

Enarbolando la bandera de la no reelección, Porfirio Díaz se sublevó el 8 de noviembre. “Sólo con las armas puede restablecerse la Constitución de 1857, la libertad y respeto electoral, y la no-reelección”, proclamó en su Plan de la Noria.

Perseguido por Rocha, Díaz se internó en la sierra. Mientras tanto, la rebelión de Treviño Leal crecía en el norte, por lo que Rocha recibió la instrucción de Juárez de marchar a Zacatecas. El 2 de marzo de 1872, los sublevados fueron derrotados en la batalla del Cerro de la Bufa. Juárez había ganado su última guerra, con un gran costo en su popularidad, pues para combatir a los alzados, había tenido que recurrir a la leva.

 

“No había promesa para el futuro, no había nada por delante, sino la rutina inexorable del pasado y la voluntad inflexible del presidente de sobrevivir a todo trance, la que reducía al gobierno a las funciones de un cuerpo de policía y lo revestía de la autoridad de una dictadura”, escribe Roeder.

Su cumpleaños 66, describe el biógrafo, no fue un día de regocijo, sino “la amarga reminiscencia” de la lucha fratricida. Días después, en su Informe de gobierno, el presidente agradeció al Congreso haberle concedido las facultades extraordinarias para combatir a los “revoltosos”–como la mordaza a la prensa y la suspensión de los derechos de propiedad–, pero dejó la impresión de ser un hombre que había agotado su mensaje y que “ya no tenía más que decir”. 

El próximo 18 de julio se cumplirán 150 años de la muerte de Benito Juárez. Ese día de 1872, el médico de cabecera fue llamado urgentemente a Palacio y lo encontró “en las garras de un ataque de angina pectoris”. Aunque ya no despertaría al día siguiente, todavía se dio tiempo de dictar a uno de sus generales la lista de “quiénes merecían confianza y quiénes, no”. Hecho eso, apunta Roeder, Juárez “se dedicó sin interrupción al gran negocio que tenía en manos: morir”.