Cecilia Soto
Son las seis de la tarde del domingo, declarado por no sé qué autoridad Día de la Felicidad. Son las 2 de la mañana en Mariúpol, la pequeña, pero estratégica ciudad puerto en el sureste de Ucrania. Veo en Twitter la cara sonriente del canciller Ebrard acompañado por el rostro hermoso de su compañera. Escogida con el cuidado de las imágenes que buscan grabarse en el subconsciente de miles, la luz baña demasiado generosamente a Marcelo y lo hace ver más rubio de lo que es y a ella la convierte en la imagen de una bella virgen sevillana. Rostro de porcelana, la luz o el Photoshop borran cualquier defecto que pudiera tener. Se ven felices y nos desea que en el Día de la Felicidad la pasemos súper, “también”, para enfatizar lo feliz que son. Pero yo no puedo pasarla súper porque en tres horas se vence el ultimátum dado por el ministro de Defensa ruso exigiendo la rendición de Mariúpol. La quiere por escrito y pide que venga desde Kiev. Amenaza con un Tribunal Militar a los que no abandonen las armas y todo tiene un eco de los horrores del estalinismo.
Pero estamos tan lejos. ¿Será que no tenemos derecho a ser felices el domingo que nos pide la ONU que lo seamos? Quizá tú sí, querido lector y tus vecinos y vecinas. Y los amigos y amigas a quienes por fin puedes invitar a compartir el pan y la sal después de dos años de pandemia. ¿Pero el canciller puede alardear de su felicidad y recetarla a los demás cuando se repiten en esa pequeña ciudad de Ucrania, de 400 mil habitantes, la barbarie de los nazis en Stalingrado, la repetición horrenda de las tácticas de tierra arrasada en Alepo, en Grozni?
¿Puede la Cancillería callar cuando las redes sociales en México están invadidas de propaganda rusa que alega que los soldados ucranianos disparan contra población civil cuando lo contrario es lo que sucede? ¿Puede la Cancillería callar y voltear para otro lado cuando del lado ruso se cometen crímenes contra la humanidad, como lo es el bombardeo de hospitales y escuelas, como se define por la Convención de Ginebra de 1949 y los Protocolos Adicionales de 1997? O el bombardeo de sitios donde es sabido que se refugian civiles, como el teatro de Mariúpol. No, no basta la votación en el Consejo de Seguridad de la ONU condenando enérgicamente la invasión. Ni basta traer a los mexicanos residentes en Ucrania.
¿Puede la Cancillería fingir que no oye cuando el presidente ruso anuncia que ha puesto en alerta su armamento nuclear? ¿Habrá sido un bluff? Y si en el mejor de los casos lo hubiera sido, ¿no fue motivo de preocupación para la SRE? ¿Y la tradición antiarmamentista nuclear que le valió al embajador García Robles un Premio Nobel de la Paz? Vamos, ¿ni siquiera un tuit en abstracto sobre los compromisos internacionales en favor del desarme?
Sería necio recetar acciones concretas para hacer saber el repudio de nuestro país a las tácticas de terror a la población civil practicadas por las fuerzas invasoras rusas al tiempo que se evita la rusofobia. En la Secretaría de Relaciones Exteriores hay funcionarios con gran experiencia. En la comunidad de diplomáticos jubilados y en los exsecretarios se acumulan décadas de delicadas negociaciones que fueron construyendo confianza en la diplomacia mexicana y un peso de nuestras iniciativas mayor al de nuestra densidad económica y política. Con todo y ser un país de desarrollo medio, algunas de nuestras iniciativas en torno al desarme y al fortalecimiento del derecho internacional han sido recibidas y seguidas con respeto. Ese capital se diluye, se desperdicia, pierde solidez y protagonismo.
Lo que no puede hacer la Cancillería lo puede hacer el Senado, pero más allá de recibir a la embajadora de Ucrania en México, Oksana Dramaretska, y escuchar su conmovedor discurso, poco han hecho. La mayoría morenista está más ocupada en preservar el ejercicio narcisista del Presidente, violando la Constitución, haciendo burla de las responsabilidades de los parlamentarios, tranquilos en la ilusión de que Ucrania está muy lejos de México.
Al igual que la República de Ucrania, vecinos de una superpotencia —quizás todavía la mayor de ellas—, la mejor defensa de México es la construcción y fortalecimiento del derecho internacional, sus instrumentos e instituciones. Ya sabemos que las imperfecciones de la democracia permiten que locos furiosos lleguen a la Casa Blanca, que alienten golpes de Estado ya no en Chile o en Guatemala, sino en el corazón de Washington. En previsión de estos vaivenes, la tarea de la Cancillería y del Senado es participar, día a día, las 24 horas, independientemente si es Día de la Felicidad o de la lucha contra el cáncer, en la construcción paciente, audaz y persistente de iniciativas que protejan a los débiles de los caprichos de los autócratas. En ello se nos va la vida.