Pascal Beltrán del Río Bitácora del director
LEÓPOLIS, Ucrania.– “Mi familia y yo abordamos, literalmente, el último tren que salió de Mariúpol”, me dice Andriy Dovzhenko, uno de los miles de desplazados internos que han llegado a esta ciudad del occidente del país, huyendo de ciudades que han sufrido ataques de la artillería y aviación rusas.
A 80 kilómetros de la frontera polaca, Leópolis se ha convertido en una ciudad refugio y última parada en Ucrania para quienes pueden y quieren irse del país.
La estación central de trenes, una joya arquitectónica del Art Nouveau, inaugurada en 1904, es el epicentro del éxodo. Ayer fui a visitarla y estaba colmada de personas que buscaban un pasaje a Polonia, ya fuera por ferrocarril o por autobús.
Dovzhenko estaba allí. Él no tiene la opción del exilio porque los hombres ucranianos de entre 18 y 60 años de edad tienen prohibido salir del país. Se espera que ellos participen en la defensa del país contra la invasión rusa.
Sin embargo, estaba allí para acompañar a su esposa y sus dos hijas, quienes se irán a vivir –temporalmente, esperan– a casa de una hermana de ella en Gdansk.
Me relata que Mariúpol, ciudad que está sobre la costa del Mar de Azov, sufrió un bombardeo inclemente que dañó muchas zonas residenciales y dejó a sus habitantes sin agua corriente, luz, calefacción y telefonía celular.
“No sé si mi casa sigue en pie. Lo que sabemos, por las noticias, es que la gente que se quedó está en muy malas condiciones”.
Al día siguiente que partió el tren en el que viajaban Dovzhenko y su familia, la estación fue bombardeada. Quienes no se fueron están atrapados.
La entrevista se realizó horas antes de que los negociadores rusos y ucranianos lograran –en Brest, Bielorrusia– un acuerdo de cese al fuego por cuestiones humanitarias, que presuntamente creará corredores para que salgan los civiles que se quedaron aislados por los combates.
Ayer por la mañana, la Oficina del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), que encabeza el italiano Filippo Grandi, estimó que durante la primera semana de la guerra salió de Ucrania un millón de personas.
El salón central de la terminal, encargada por el emperador austrohúngaro Francisco José al famoso arquitecto polaco Władysław Sadłowski, estaba repleto. La multitud se desbordaba sobre la calle. En una de las mesas de información, una de las encargadas atendía las dudas de los pasajeros. Me explicó que las únicas salidas eran de “trenes de evacuación”. El boleto no tiene costo, pero hay que formarse y esperar a que haya lugar. Y si no, volver al día siguiente, o intentar subirse a uno de los autobuses que también llevan refugiados a Polonia. “Hoy tenemos dos trenes, uno a las 12 y otro a las 2”, informó.
En el estacionamiento de la central, voluntarios reparten bocadillos de mortadela y café. Los viajeros se calientan las manos frente a barriles donde arde leña. Los que traen niños pequeños y mascotas tratan de entretenerlos para hacerles menos pesada la espera. En la mirada de casi todos los adultos hay aprensión.
La gran cantidad de personas que ha llegado a Leópolis ha hecho verdaderamente difícil conseguir un cuarto de hotel. El alcalde salió a decir que era inaceptable que hoteleros y dueños de casas y departamentos en renta se aprovecharan de la situación para subir los precios. “Los que hacen eso son especuladores y actuaremos en consecuencia”.
Es posible que el alto al fuego ayude a que este éxodo sea menos caótico y angustiante. Sin embargo, por la noche, sonó de nuevo la sirena antiaérea y todos fuimos llevamos a los refugios, mientras se escuchaban aviones volando sobre la ciudad.
Eso vino como recordatorio de que no hay un lugar en Ucrania donde uno pueda sentirse seguro.