Miércoles, Noviembre 27, 2024
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Lesa majestad

 

Pascal Beltrán del Río                                     Bitácora del director
 
 

“Sólo queda reír ante la estupidez de los hombres que creen que el despotismo del presente puede borrar la memoria de las futuras generaciones”, escribió el historiador romano Cornelio Tácito en sus Anales, al comentar el proceso penal contra su colega Cremucio Cordo, quien se había dejado morir de hambre para evitar su inminente ejecución.

¿Qué había hecho Cordo? Ensalzar en un texto a Marco Bruto y Gayo Casio, dos de los conspiradores que acabaron con la vida de Julio César y llamar al segundo de ellos “el último de los romanos”.

El proceso contra Cordo fue parte de los llamados “juicios de alta traición”, instaurados por el emperador Tiberio, entre los años 15 y 37 de nuestra era, para perseguir a quienes consideraba incómodos o indeseables.

La base legal era una legislación promulgada por el Senado más de un siglo atrás a instancias de Lucio Apuleyo Saturnino, tribuno de la plebe, quien recurría a tácticas demagógicas para hacer avanzar su carrera política. La llamada Lex Appuleia de maiestate, o Ley de lesa majestad, ordenaba el castigo para quien perjudicara con sus actos la integridad de Roma.

Es el antecedente milenario del delito de traición.

Muerta la República, la legislación fue revivida por Augusto, sucesor de Julio César y primer emperador romano, con la finalidad de mantener su poder absoluto. Fue Tiberio el primero en echar mano de él. La interpretación que se le dio en ese tiempo fue que como Roma era encarnada por el princeps o “primer ciudadano” (título formal emperador), entonces cualquier ofensa contra él constituía un acto que perjudicaba al imperio.

Una de las primeras acusaciones de lesa majestad o traición recayó sobre una mujer: Apuleya Varila, sobrina nieta de Augusto, fue acusada por un delator por haberse burlado de Tiberio, pero, al no poder probarse el señalamiento, terminó sentenciada a un destierro por adulterio.

En el año 24 fueron llevados a juicio un padre y su hijo, ambos llamados Vibio Sereno. Arrastrado desde el exilio, andrajoso, sucio y cargado de cadenas –cuenta el historiador Narciso Santos Yanguas, de la Universidad de Oviedo, en su investigación sobre las acusaciones de alta traición en la época de Tiberio–, el padre escuchó a su hijo acusarlo de haber tramado asechanzas contra el emperador, financiado por el exmagistrado Cecilio Cornuto.

El padre desmintió al hijo diciendo que Cornuto era inocente y que difícilmente habría podido tramar el asesinato de Tiberio y un golpe de Estado con un solo cómplice. La condena fue el destierro del padre. Enterado de las acusaciones, Cornuto se suicidó, lo que, de acuerdo con la costumbre, impedía que los delatores recibieran recompensa alguna. Pero Tiberio se opuso, argumentado que ello pondría al Estado al borde del precipicio. Así, escribe Tácito, se aseguró que los soplones se vieran continuamente animados a lanzar acusaciones.

Un año después, se sometió a proceso por traición a Cremucio Cordo. Sus acusadores, relata Tácito, fueron Satrio Segundo y Pinario Nata, hombres al servicio de Lucio Elio Sejano, amigo y confidente del emperador y jefe de su temible Guardia Pretoriana. 

“Esto era suficiente para arruinar al acusado”, escribe Tácito, pero el discurso que pronunció Cordo en su defensa enloqueció de ira al emperador. Citó muchos textos polémicos que no merecieron comentario alguno ni de Julio César ni de Augusto y terminó diciendo: “Cuando alguien resiente algo, lo reconoce (…) A cada hombre hace honor la posteridad y, si una sentencia fatal me ha de caer encima, habrá quien me recuerde, igual que a Casio y Bruto”.

Al ver la mueca de disgusto de Tiberio, el acusado supo que le esperaba una condena de muerte y decidió adelantarse a ella quitándose la vida. Los senadores quisieron borrar cualquier recuerdo de Cordo mandando quemar sus libros, aunque algunos pudieron ser rescatados por su esposa y publicados mucho tiempo después.

“La persecución de los genios sólo fomenta su influencia”, concluye Tácito al final de su recuento del juicio. “Los tiranos y todos aquellos que han imitado su opresión sólo han obtenido infamia para sí mismos y gloria para sus víctimas”.