Pascal Beltrán del Río
Bitácora del director
No hay asunto actual que genere más discusión en el Reino Unido que el llamado Partygate, el escándalo por fiestas que tuvieron lugar en la oficina y residencia del primer ministro Boris Johnson durante el tiempo en que las actividades grupales que podían realizar los británicos estaban severamente limitadas por la pandemia. Ayer se dieron a conocer los hallazgos de una investigación realizada por Sue Gray, la principal servidora pública de carrera en el gabinete.
Gray concluyó que el primer ministro tuvo un comportamiento “difícil de justificar” y “fallas de liderazgo” ante una docena de reuniones que tuvieron lugar en el número 10 de la calle Downing entre mayo de 2020 y abril de 2021. Muchas de ellas “no debieron haberse llevado a cabo”, por “el riesgo que representaban para la salud pública”. Todas, menos cuatro, están bajo investigación de la Policía de Londres.
Amenazado de perder su puesto, Johnson se disculpó ayer ante el Parlamento, en sesión en que fue duramente criticado por su propio partido. El parlamentario conservador Aaron Bell relató que sólo 10 personas asistieron al sepelio de su abuela, por las restricciones, y no pudo dar un abrazo a sus parientes. “¿Cree el primer ministro que soy un tonto?”, preguntó Bell, enojado. Pero el golpe más duro a Johnson provino de su predecesora y exjefa, Theresa May, quien dijo que el Partygate tiene tres explicaciones posibles. “O usted no leyó las reglas o no las entendió o pensó que no tenía por qué cumplirlas. ¿Cuál de ésas es?”
Otros miembros de su bancada le exigieron renunciar y publicar el informe de Gray, a lo cual Johnson no se comprometió. El líder de la oposición laborista, Keir Starmer, llamó “sinvergüenza” al primer ministro, quien se limitó a responder que entendía los reproches y prometió realizar cambios en su oficina.
Las cosas comenzaron a complicarse para Johnson; bastará que 15% de los 360 parlamentarios conservadores pidan una votación de no confianza para abrir la puerta a su reemplazo como líder de la mayoría y como jefe del gobierno. En 2018, May se sometió a una votación así, pero logró mantener el cargo. Después de la sesión de ayer, parece haber apetito en la bancada para votar en contra de Johnson.
Para fortuna de Hugo López-Gatell, él no es británico. En México nadie puede quitarle su puesto, ya no digamos por el manejo desastroso de la pandemia y sus decenas de frases controversiales, en las que ha torturado la lógica, sino por actos tan irresponsables como irse de vacaciones a las playas de Oaxaca, el fin de semana de Año Nuevo de 2021, luego de que había recomendado no viajar para evitar contagios.
López-Gatell, lo único que necesita, para conservar no sólo su puesto, sino su libertad es caerle bien a López Obrador. Éste lo defiende a capa y espada, a pesar de su notoria indolencia, incluso ante las denuncias que un número creciente de familiares de víctimas de covid están presentando en su contra. Para el Presidente, López-Gatell dichas denuncias son “producto del rencor, el odio y la politiquería”. A diferencia de Johnson, el subsecretario de Salud no tiene que preocuparse por su comportamiento porque México no tiene una instancia independiente dentro del gobierno que lo investigue.
En nuestro país, se ha dado al traste con avances que se habían realizado para tener un servicio civil de carrera y un aparato anticorrupción. En esa visión, ¿para qué queremos una instancia como la Oficina del Gabinete y una servidora como Gray, que tienen la capacidad de provocar la caída del primer ministro?
Sí, qué suerte tiene López-Gatell.
La popularidad o la economía
Para cuando usted lea estas líneas, el Inegi habrá reportado su estimación oportuna del PIB para 2021.
El estancamiento de la economía en diciembre pasado, revelado hace unos días, hace pensar que los resultados para el año no serán halagüeños, aunque habrá que esperar febrero para tener datos finales. Se sabrá entonces qué tanto rebotó el país de la profunda caída que sufrió en 2020, producto de la pandemia, pero también de la ausencia de estímulos fiscales para hacer frente al desplome del consumo.
En ese contexto, el gobierno parece insistir en jugar con fuego. Luego de la crisis de confianza que provocó en 2019, el primer año de la administración vuelve a la carga con una iniciativa de reforma constitucional en materia eléctrica que desprecia la inversión privada y no hace nada por garantizar que la actividad productiva cuente con energía suficiente y a precios competitivos.
El viernes, el presidente López Obrador anunció que emprenderá una gira nacional para convencer a los mexicanos de las bondades de su propuesta, mensaje que fue replicado el sábado por el secretario de Gobernación, quien, en un encuentro con los senadores del oficialismo, los conminó a volver a sus estados, “construyendo desde la profundidad de las comunidades”, pues así “se ganó la Presidencia de la República y la mayoría en el Senado y en la Cámara de Diputados”.
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Como se ve, el gobierno no renuncia a abandonar su modalidad de campaña, inconsciente de que ya hace más de tres años que tiene el mando sobre el país e ignorante de que los problemas que enfrenta no se solucionan con discursos.
En efecto, la crisis de confianza no es con la ciudadanía
–entre la que el Presidente sigue gozando de una alta aceptación, pese a sus magros resultados en materia económica, de salud y de seguridad pública–, sino con los inversionistas privados, nacionales y extranjeros, que están viendo que en el mundo hay mejores países para arriesgar su dinero.
A los que tiene que convencer es a ellos. Y no me refiero a invitarlos a Palacio Nacional a comer tamales, tomarse la foto y expresar parabienes, sino a que abran la cartera y apuesten por México. Con una visión empecinadamente ideológica, que repite fórmulas ya fracasadas en México y otras partes del mundo, el gobierno está poniendo en riesgo la recuperación pospandémica. Recordemos que el PIB cayó 8.5% en 2020, algo no visto desde 1932, y se requiere un esfuerzo extraordinario para emerger de ese bache. Algo que las remesas solas no lograrán.
El que, hasta octubre pasado, el consumo y la inversión fija bruta aún estaban por debajo del nivel observado antes del impacto de la pandemia –2.97% y 3.71%, respectivamente, de acuerdo con un análisis de Banco Base– debiera ser una señal para el gobierno de que sus medidas de política económica no están dando resultado. Más ahora que el peligro viene en la forma de un monstruo bicéfalo llamado estanflación.
No se ve cómo una gira por el país, tratando de obtener
–supongo– los votos suficientes para lograr la aprobación de la reforma constitucional en materia eléctrica, va a provocar que los consumidores gasten y los empresarios inviertan. Las mañaneras pueden servir para acalambrar a algunos adversarios y reñir con los medios, pero hasta ahora no han tenido, que se sepa, ningún efecto positivo sobre la actividad económica.
La popularidad del Presidente no debiera ser más importante que los resultados de su gestión. Sin embargo, el primer dato es el que se enfatiza constantemente desde el gobierno, recordando que López Obrador tiene mucho más apoyo entre los habitantes de su país que otros mandatarios. Sin embargo, si vemos la tabla de cómo marchan las 50 economías más grandes del mundo en términos de recuperación ante los efectos de la pandemia, México se encuentra –a decir del estudio referido– a sólo seis lugares del fondo.
A menos de que nos presente una forma alternativa de medir el crecimiento económico –que, por cierto, está pendiente desde mayo del año pasado–, los datos del PIB, como los que se tuvieron que conocer hoy, son los que debieran importar para saber cómo va el país.