Martes, Noviembre 26, 2024
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Testamento político

 

Pascal Beltrán del Río     
Bitácora del director
 
 El presidente Andrés Manuel López Obrador regresó la mañana del sábado pasado a Palacio Nacional, después de haber permanecido la noche en el Hospital Central Militar, donde le practicaron un cateterismo para confirmar el buen funcionamiento de las arterias coronarias y el corazón.

Afortunadamente, el procedimiento no encontró mayor problema en la salud del mandatario. Sin embargo, el comunicado nocturno de la Secretaría de Gobernación, que daba cuenta de su ingreso en el hospital, sorprendió a muchos mexicanos. Aunque quizá no tanto como el anuncio posterior que hizo el propio tabasqueño de que tiene un “testamento político” listo para “asegurar la gobernabilidad” del país, en caso de que él llegara a faltar.

Esto es, textualmente, lo que dijo en un mensaje grabado en su despacho y subido en sus redes sociales al mediodía del sábado:

“Quiero también decirles que tengo un testamento político. No puedo gobernar un país en un proceso de transformación, no puedo actuar con responsabilidad, además, con estos antecedentes del infarto, la hipertensión, y mi trabajo, que es intenso, sin tener en cuenta la posibilidad de una pérdida de mi vida. ¿Cómo queda el país? Tiene que garantizarse la gobernabilidad. Entonces, tengo un testamento para eso”. 

El Presidente dijo confiar en que el documento no iba a ser necesario, pues “vamos a seguir juntos”. Pero eso no elimina la duda sobre la pertinencia de redactarlo y hablar de él.

El único testamento legalmente válido en México es el acto jurídico por el cual una persona estipula quién o quiénes podrán disponer de sus bienes al momento de su muerte. En la ley mexicana no existe tal cosa como un “testamento político”.

En algunas monarquías, el rey decide quién lo va a sustituir al momento de su muerte, pero en una república, como es el caso de México, qué hacer ante la falta del Ejecutivo se estipula en la Constitución. En nuestra carta magna está claramente dicho en el artículo 84 qué tendría que ocurrir en ese escenario.

En el caso del actual sexenio, como ya se han rebasado los primeros dos años, dicho ordenamiento establece que el secretario de Gobernación asumiría provisionalmente la Presidencia y, en un máximo de 60 días, el Congreso de la Unión, erigido en Colegio Electoral, nombraría, por mayoría de votos, a un presidente sustituto para que finalice el periodo.

La Constitución no prevé que los legisladores abran un “testamento político” y, con base en la decisión de quien lo redactó, hagan el nombramiento.

Hace casi 90 años que México no ha tenido que echar a andar el mecanismo constitucional para suplir la falta absoluta del presidente. La última vez fue en septiembre de 1932, cuando el Congreso designó a Abelardo L. Rodríguez en sustitución del renunciante Pascual Ortiz Rubio.

Y únicamente tres veces en casi dos siglos de historia republicana del país esto ha ocurrido por la muerte del mandatario en funciones. La primera fue en 1836, cuando murió, enfermo de peste pútrida, el presidente interino Miguel Barragán. La segunda, en 1872, cuando falleció Benito Juárez. Y la tercera, en 1920, cuando fue asesinado Venustiano Carranza.

En esos tres casos, se cubrió la ausencia con base en lo que decía la Constitución. El mecanismo lo respetó incluso el golpista Victoriano Huerta, pues, una vez derrocado el presidente Francisco I. Madero –quien fue obligado a firmar su renuncia al cargo–, Huerta hizo que el secretario de Relaciones Exteriores, Pedro Lascuráin, asumiera el poder –como indicaba la carta magna de 1857– y luego que éste lo nombrara a él canciller y después renunciara (todo en un lapso de 45 minutos).

A pesar de que la historia política mexicana de los primeros 111 años de existencia del país estuvo plagada de interinatos, en la enorme mayoría de los casos las ausencias de los presidentes –que se dieron por razones diversas, como la de ir a combatir a sus rivales– se cubrieron mediante las instrucciones constitucionales vigentes, entre ellas, la asunción del vicepresidente.

Por eso, el “testamento político” del que habla López Obrador es una entelequia legal y una rareza política.