Fernanda Llergo Bay
Hace tiempo anoté un comentario que hizo el conferencista internacional Ricardo Perret en Forbes en abril del 2019. Decía, parafraseo, que la universidad tal como la conocemos está llegando a su fin y desaparecerá como el casete.
Creo que este enunciado de una u otra manera pulula en múltiples medios, revistas y estudios serios y amerita una reflexión profunda y permanente a la luz de este dato: las universidades son de las instituciones más longevas que existen.
¿Qué es la universidad?, ¿cómo nace la primera universidad? y ¿qué ha de tener una universidad para ser tal? En estas líneas es imposible abordar esto a fondo, pero grosso modo la universidad desde siempre ha sido un lugar donde forjar la personalidad de los jóvenes, donde la docencia y la investigación se dan la mano y el saber se comparte, y donde se proyecta el futuro profesional de quienes la conforman. Entendida así, la universidad no está destinada a desaparecer.
Me atrevo a afirmar que la universidad en el siglo XXI no desaparecerá, pero debe, como ya se hace, subirse a la vorágine de los cambios tecnológicos, sociales y geográficos, entre muchos otros que emergen y son apremiantes.
reo que la educación no dejará de existir, pero el formato o modelo para transmitir los diferentes saberes sí que debe cambiar, como ha cambiado el mundo entero. Se habla constantemente de innovar, pero es importante entender que las innovaciones no deben ser sólo mobiliarias, de campus ideales y aulas inteligentes, sino que la universidad ha de afrontar, principalmente, los retos del life long learning o del aprendizaje para toda la vida.