Yo o el caos
Pascal Beltrán del Río
El 2 de agosto de 1975, casi cuatro meses antes de la muerte del dictador Francisco Franco, la revista satírica española Hermano Lobo publicó en su portada una caricatura del dibujante Ramón Rodríguez, conocido simplemente como Ramón.
“¡Nosotros o el caos!”, pontifica un político desde la tribuna. “¡El caos, el caos!”, reclama a gritos la multitud en la plaza. “Es igual –replica el orador–, también somos nosotros”.
El cartón, próximo a cumplir medio siglo, refleja una actitud muy común en los gobernantes: pretender que, sin ellos, la sociedad estaría sumida en el desastre y que los gobernados no tienen de otra más que estar agradecidos con ellos.
El argumento es que, por muy mal que estén las cosas, peor estarían si el destino hubiera decidido que alguien más se hubiera hecho cargo de la nación.
Pese a que la premisa es imposible de probar, sirve para etiquetar como partidarios del caos a los críticos de las acciones del gobierno. Pues sí, ¿a quién, en su sano juicio, se le antoja estar peor?
El miércoles, en su conferencia mañanera, el presidente Andrés Manuel López Obrador recurrió al discurso de “nosotros o el caos”. Cuestionado sobre si su gobierno asumiría el pago de la deuda de Pemex, el mandatario afirmó que él aplica una política contraria a la de “los tecnócratas corruptos y sus jefes”, que pretendían arruinar a esa empresa y a la Comisión Federal de Electricidad.
“Nada más imaginen que no se hubiese dado el cambio en el 18 –agregó–, ya Pemex estaría en bancarrota, la Comisión Federal lo mismo, y un caos en el país. No soy adivino, pero tengo sensibilidad. Si no hubiese cambiado esa política de saqueo, el país estaría hundido, no hubiesen podido enfrentar la pandemia como lo hicimos, hubiese costado muchísimo más vidas, estaría el país destrozado”.
Como digo, es imposible saber qué habría pasado en caso de ganar otra opción política las elecciones de hace tres años. Aun así, es fácil de sostener que Pemex no ha dejado de ser un lastre para las finanzas públicas y es temerario especular que con un gobierno distinto habrían muerto más de las 293 mil personas que, de acuerdo con datos oficiales –o 454 mil, si tomamos en cuenta el exceso de mortalidad–, han fallecido a la fecha.
Pero no es nuevo ese planteamiento en México. En los discursos de otros presidentes podemos encontrar afirmaciones igualmente incomprobables.
Por ejemplo, en su último Informe de Gobierno, el 1 de septiembre de 1988, Miguel de la Madrid aseveró: “Hemos superado dificultades que hubieran doblegado a otras sociedades. Podemos felicitarnos, los mexicanos, porque nuestra vialidad como nación está reafirmada: salimos adelante (…) Unidos hicimos que fueran falsos los vaticinios de quienes, con desconocimiento de la fortaleza del pueblo de México, pronosticaban el derrumbe de las instituciones”.
O José López Portillo, en su cuarto Informe, en 1980: “En el primer momento lo importante era salvar la estructura productiva. Era la única que teníamos. A ella estaban vinculadas las ordenaciones del empleo y las instituciones de justicia social que funcionan. La primera etapa bianual, restauración de la economía, se cumplió a satisfacción, lográndose, además, una de las dos prioridades del plan original, la energética. Fue posible porque todos lo quisimos y con ello recobramos la confianza en nosotros mismos. De no haber sido así, no quiero imaginar el abismo en que estaríamos”.
O Luis Echeverría, en su segundo Informe, en 1972: “A pesar de los problemas que heredamos tanto del pasado remoto como de épocas recientes; a pesar de los obstáculos que levantan, a cada paso, tanto los partidarios del inmovilismo, como los de la anarquía, la actual administración ha renovado los fundamentos de nuestra convivencia democrática (…) La simulación y el engaño comienzan a pertenecer a otra época. Hemos elegido la verdad sobre el eufemismo y la mentira a medias. El pueblo no admite sistemas de poder cerrado ni decisiones tramadas en la sombra. Rechaza a los falsificadores de la democracia y a los publicistas de un ilusorio progreso”.
Recurrentemente, los gobernantes someten retóricamente a sus gobernados a una falsa disyuntiva: ellos o el desastre, el abismo, el caos.