Los juegos de video son un fenómeno social con medio siglo de historia. Los que existían cuando yo era niño eran rudimentarios, comparados con los de hoy, pero, aun así, algunos como el Pac-Man –lanzado en mayo de 1980– se convirtieron en una sensación.
Para jugar videojuegos en aquella época, lo común era ir a un lugar que en México se conocía popularmente como “las maquinitas”. Adquiría uno fichas y jugaba hasta que se le acababan las “vidas”. Yo iba a uno de esos centros que estaba en la calle de Moliere, en Polanco, y podía estar ahí horas.
Para entonces ya habían aparecido las consolas de videojuegos –la primera de ellas, de Atari, en 1972–, con las que podía uno llevar la afición a la casa y jugar en la pantalla de televisión, pero ahí ya no me enganché, principalmente porque, en esos tiempos, había que tener un alto nivel adquisitivo para ser lo que hoy se llama un gamer, y también porque adquirí otros gustos.
Los avances tecnológicos en programación y diseño y el advenimiento del internet hicieron que los juegos de video se expandieran por todo el mundo. El sitio alemán de estudios de mercado Statista calcula que en 2015 había dos mil millones de gamers y hoy en día hay unos 3 mil 200 millones.
La promoción que le han hecho muchas celebridades y el confinamiento por la pandemia están detrás de ese crecimiento exponencial. Se estima que el mercado mundial de videojuegos puede valer unos 300 mil millones de dólares o más de una cuarta parte de la economía mexicana.
Como digo arriba, no soy aficionado a los videojuegos. Me han interesado, en todo caso, como fenómeno social. Admiro la destreza de los jugadores –para eso, yo nací con dos pulgares izquierdos– y la creatividad de quienes desarrollan los juegos. No juzgo, pero me llaman la atención las personas que puedan ganarse la vida tumbados en un sillón, jugando todo el día. Lamento que muchos juegos tengan por temática “matar”, pero tengo por norma no pelearme con las aficiones de los otros.
Dicho eso, me asombra cómo la agarraron esta semana contra los videojuegos en la conferencia de prensa mañanera de Palacio Nacional. Es verdad que se pueden encontrar casos de asesinatos y otros crímenes inspirados por videojuegos. Quizá uno de los más conocidos en años recientes es el del multihomicida noruego Anders Behring Breivik, quien en julio de 2011 mató a 77 personas. En uno de sus escritos dijo que era jugador empedernido de Call of Duty, uno de los videojuegos mencionados en la conferencia presidencial.
Revisando información de este año, encontré un asesinato en India y otro en Brasil inspirados por Free Fire, el mismo que jugaban tres niños oaxaqueños que –de acuerdo con el relato del gobierno federal, dado a conocer el miércoles– fueron enganchados por la delincuencia. Lo que no encontré fue que la afición o incluso la adicción a estos juegos provoquen violencia masiva. Por fortuna, los incidentes de este tipo siguen siendo aislados y ocurren en diferentes países.
Yo también estoy a favor de que niños y jóvenes diversifiquen sus distracciones, pero de ahí hay un largo trecho a responsabilizar a los videojuegos de la realidad delictiva que vivimos.
China, Estados Unidos y Japón son los dos países con mayor número de gamers, con 660, 150 y 67.6 millones, respectivamente. Pero las tasas de homicidio doloso en esas naciones no se acercan a la que tenemos nosotros (29 por cada 100 mil habitantes). En 2018, esas naciones tenían tasas de 0.53, 0.26 y 4.96, respectivamente. ¿Por qué supuestamente hacen daño los videojuegos aquí, pero no allá?
El peligro no es que los niños y jóvenes mexicanos se distraigan con Free Fire o Call of Duty, sino que haya criminales acosándolos e interactuando con ellos mientras juegan en línea.
Nadie duda que los videojuegos y las redes sociales sean vistos por los delincuentes como espacios para expandir su actividad ilegal, pero achacar la culpa de lo que pasa a esos espacios de convivencia es tan absurdo como culpar a los autos por los accidentes.
Lo que tenemos en México es una crisis de Estado de derecho y sobre ella hay que actuar. Sería mejor que en la mañanera atendieran la violencia real en nuestros pueblos y ciudades, en lugar de los balazos virtuales en las pantallas.