Lunes, Noviembre 25, 2024
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Miseria

Miseria

Federico Reyes HerolesSextante
 

 

                Para Lía.

 

El ser humano es capaz de autorrecriminarse. Su propia conciencia le puede exigir aceptar un error o una bajeza, asumir entonces la vergüenza, que es un cimiento de la moralidad.

Pero la vergüenza no viene en el ADN, no hay una inyección que ayude a su desarrollo ni vitaminas que la fortalezcan. La vergüenza nace de la dignidad personal, sólo las personas que desean ser respetadas por sus congéneres cultivan la dignidad. “Gravedad y decoro de las personas en la manera de comportarse” nos dice la Real Academia. Hay otras definiciones: “Cualidad del que se hace valer como persona, se comporta con responsabilidad, seriedad y con respeto a sí mismo…”. Buscamos ser dignos porque deseamos que los otros nos respeten y así cerrar cualquier rendija que justifique la humillación. Hay personas que dejan la vida por su dignidad.

Imposible olvidarse de Jean Valjean, de Víctor Hugo, en Los miserables. La búsqueda frenética de dignidad explica los actos de Valjean. La miseria a la que se refiere el “gran abuelo” francés, no es la miseria material, sino la espiritual, ese cáncer que pudre el alma y convierte a las personas en… miserables, capaces de hacer lo que sea, de pisotear al otro, de robar, de mentir, con tal de seguir adelante. Esa miseria nos visita. La dignidad no es un concepto ñoño. Por el contrario, es el basamento de muchos de los derechos humanos de nueva generación. La piedra de toque del razonamiento es sentir respeto por los demás y por uno mismo.

De nueva cuenta somos testigos de cómo la autoridad está dispuesta a mentir, a falsear, a calumniar para perseguir a un enemigo político. El carnaval de declaraciones confusas del exdirector de Pemex —convertido en oráculo de la justicia— ahora da pie a la persecución de Ricardo Anaya. Las correcciones y marometas de la Fiscalía General, las afrentas al sentido común, como la no coincidencia temporal en los hechos imputados, el desfase en los cargos que detentaba, son un ridículo. El Presidente —el gran juez de todo— lo condena de antemano: “no te mandé a que hicieras esas cosas”. Para qué pagarle a un convencido de la reforma energética. ¿Son traidores todos los que la apoyaron? Robespierre ronda.

El caso es muy serio: quedó desnuda la carencia de dignidad. Ni siquiera cotejaron los datos elementales. ¿De verdad son tan incapaces? O es que actúan con desfachatez, rasgo típico de quienes padecen de desvergüenza crónica. Son nuestros gobernantes y llegaron al poder invocando una nueva moralidad. Descaro es la expresión paralela a la desfachatez y desvergüenza. Descararse es un reflexivo muy útil. Con el caso Anaya las autoridades se descararon. Pero no tienen vergüenza, no les importan los otros (nosotros), no les importa hacer el ridículo nacional e internacionalmente. Esto puede parar en instancias internacionales. Ya no les importa nada, porque la soberbia es tal que piensan que a ellos, esa tribu autodefinida como superior moralmente, todo les será perdonado. No tienen dignidad y, por ende, tampoco vergüenza.

El caso Anaya es tan grotesco que invita a reflexionar en cómo se están tomando las decisiones en México. ¿No hubo alguien en la Fiscalía que, pensando en la dignidad de la flamante institución que fue motivo de esperanza, repito, alguien, que les hiciera ver que el asunto de las casas del excandidato no va a ninguna parte? Anaya ya fue perseguido en plena campaña y todo terminó en un disculpe usted. No hubiera podido la FGR encontrar otro caso más sólido —de preferencia dentro de la propia administración— para mostrar su independencia. Querían sacar a Anaya de la competencia por el 24, pues lo fortalecieron.

Cómo exigir que la población se atenga a las leyes, que respete la luz roja, vamos, con ejemplos así. El Presidente y el dudoso papel del fiscal tuercen la ley ostentosamente. Es un acto miserable que daña a México. Más allá de un nombre, Anaya, esas torceduras pertenecen a las tiranías y por ello todos estamos involucrados.