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EE. UU. frente al desplazamiento del eje geopolítico global

 

No resultó extraño que, como primera iniciativa de política exterior del presidente Joe Biden, en las condiciones del capitalismo posglobalización neoliberal, en pandemia y con acelerado declive del otrora hegemón, fuera presentada por EE. UU.-OTAN en la reunión del G-7, la iniciativa «Reconstruir mejor para el mundo», con el objetivo explícito de contrarrestar el proyecto chino de desarrollo económico Un cinturón, una ruta

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Lejos quedaron los años 80 y 90 del pasado siglo en los que el neoliberalismo, la globalización y el mundo unipolar encabezado por EE. UU. enrutaban al planeta por caminos imprevistos, mientras la academia discutía si la «modernización» de China era sinónimo de «americanización», si realmente su «apertura» era solamente abrir sus puertas a EE. UU., a su filosofía de mercado y consumista y a la aceptación de la imposición de la «democracia occidental»… o si en realidad estaba sucediendo todo lo contrario. También lejos quedaron los del fin de la URSS, la terapia de choque, la privatización y la corrupción generalizada de los años de Yeltsin, que condujeron a Rusia al colapso de finales de siglo…, y también a su resurgimiento.

Eran esos los mismos años en los que se producían cambios –también impulsados por el neoliberalismo– con el fortalecimiento transitorio del capitalismo global que en los primeros años del nuevo siglo exhibía el mejor comportamiento de su historia –de considerarse solo cifras– con los menores niveles de inflación desde los 60 del siglo, con la pobreza declinante y el aumento de la clase media.

Y todo ocurría porque el pensamiento único, neoliberal, el del «fin de la historia» según Fukuyama,  había desregularizado a escala global las economías, privatizado las grandes empresas estatales y paraestatales, desmantelado los sistemas de protección laboral, arruinando a los competidores locales, impulsando bloques de integración asimétrica e instaurando la era de la financierización de la economía y las operaciones especulativas realizadas a escala planetaria… que había hecho posible que la economía mundial se hiciera todavía más dependiente de la norteamericana y permitiera a EE. UU. mantener y aún incrementar su riqueza sobre la base del gasto, la dependencia y su endeudamiento con el resto del mundo.

Pero todo lo anterior condujo a la crisis de 2007-2008 –el inicio del fin del «fin de la historia– que se inició con el derrumbe del mercado inmobiliario –no solo de EE. UU., también en Europa– que arrastrara a las gigantes paraestatales norteamericanas, a la crisis bancaria, a la crisis bursátil y a la «solución» encontrada al desastre: la inyección por los bancos centrales de decenas de miles de millones de dólares para aumentar la liquidez, la rebaja de las tasas de interés, la devolución de impuestos, las rebajas impositivas y otras acciones del mismo tenor.

Las «soluciones» entonces encontradas impulsaron aún más el proceso de financierización de la economía y la geoestrategia globalizadora concebida para dar respuesta a los intereses de la plutocracia dominante (¿el 1 %, el 0,01 %, el 0,001 %...?) la hizo cada vez más transnacional; los estados-nación encargados de ejecutar tal estrategia, cada vez más al servicio de las grandes transnacionales, no solo no contribuyeron a resolver los problemas existentes, a estabilizar los mercados, a aumentar su eficiencia, a resolver los problemas de pobreza, desigualdad,  desempleo, del calentamiento global… sino que agudizaron las contradicciones del sistema, en particular las de EE. UU., al acelerar el proceso de desplazamiento del eje geopolítico global hacia la región Asia-Pacífico.

Y para evitar lo anterior, llegó el trumpismo, que en sus eslóganes de «América primero» y de «Hacer a EE. UU. grande nuevamente», implícitamente reconocía el declive de la superpotencia y lo inalcanzable del «sueño americano» para sus ciudadanos. Solo que el trumpismo, en lugar de resolver, agudizó los problemas existentes, profundizó la división del país e hizo patente la pérdida de su liderazgo global, que se manifestaba en las continuas agresiones, el tratamiento prepotente y despectivo a sus aliados, la injerencia en sus asuntos internos y el irrespeto de acuerdos, convenios y normas del Derecho Internacional.

Y porque de nuevo se requerían salvataje y «soluciones», Joe Biden alcanza la presidencia de EE. UU. previo anuncio de que su máxima prioridad sería lograr recuperar el liderazgo del mundo (no resulta necesario volver sobre la lección de «democracia» ofrecida por la nación del norte, con el asalto al Capitolio incluido).

Conocida la prioridad, no resultó extraño que, como primera iniciativa de política exterior del presidente, en las condiciones del capitalismo posglobalización neoliberal, en pandemia y con acelerado declive del otrora hegemón, fuera presentada por EE. UU.-OTAN en la reunión del G-7, la iniciativa «Reconstruir mejor para el mundo», con el objetivo explícito de contrarrestar el proyecto chino de desarrollo económico Un cinturón, una ruta.

Tampoco resultó extraño, en la iniciativa estadounidense, apreciar que en la misma –supuestamente dirigida a mejorar la infraestructura de los países «de ingresos medios y bajos»–, claramente se encontraba la idea reiterada por su presidente de «volver a liderar el mundo» y, en la idea misma, implícita la concepción geopolítica de la excepcionalidad de EE. UU. y su destino manifiesto, que ni siquiera cuestiona si ese destino resulta hoy ventajoso para los países europeos y Japón, al someterse a un orden geopolítico regido por un socio poco confiable que se balancea entre el nacionalismo trumpista (con o sin Trump) y la globalización acotada y proteccionista contenida en el Compre americano impulsada por Biden; tampoco si puede resultarle conveniente a occidente aislarse del banquero (como llamara Hillary Clinton a China) y de un mercado de más de 1 400 millones de habitantes, considerado hoy el motor de la economía mundial.

Se trata de que no pueden obviar, los líderes de los países del G-7, que EE. UU. se encuentra hoy muy lejos de la posición que ocupaban en los tiempos de la unipolaridad. Los datos lo sitúan en la posición 28 del índice de progreso social que mide salud, seguridad y bienestar en todo el mundo, para ser uno de los tres únicos países, de 163, que retrocedió en bienestar durante la última década; también, en el Anuario de Competitividad Mundial, el Banco Mundial lo situó en el lugar 35 entre 174 países.

Lo anterior explica suficientemente la necesidad de los planes de restauración del potencial estadounidense: Plan americano de rescate, Plan de empleo americano y Plan familiar anunciados por el presidente Biden, por un monto de más de 6,5 millones de millones de dólares, que debían ser ejecutados con productos obtenidos por el mundo y  financiados mediante el endeudamiento, según puede verse en la página web de la Casa Blanca: «Construyendo cadenas de suministro resilientes, revitalizando la manufactura americana, y fomentando el crecimiento de base amplia», y parcialmente mediante el aumento de la carga impositiva a los más ricos. Planes todos que ya han debido ser reducidos y postergados (inclúyase aquí el aumento de la tarifa salarial horaria prometido por Biden) por no contar con el apoyo suficiente de la élite republicana.

La reunión del G-7 se completó con la Cumbre de la OTAN (30 países) en la que, por supuesto, junto con la afirmación de Biden de que EE. UU. estaba de vuelta, y el consenso sobre la necesidad de incrementar la financiación conjunta de operaciones militares, no hubo reparos en considerar a Rusia como «el enemigo principal», sobre lo que el secretario general de la organización, Jens Stoltenberg, señaló que las relaciones se encontraban en su punto más bajo desde la Guerra Fría, y que constituía una amenaza para la seguridad de la alianza.

También China se convirtió en protagonista de la reunión pues, según Stoltenberg, la nación asiática «está ampliando rápidamente su arsenal con más cabezas nucleares y un número mayor de sistemas de lanzamiento sofisticados. Es opaca en la modernización militar, (y) está cooperando con Rusia, incluso con ejercicios en el área euroatlántica».

Y aunque no haya sorpresas en la coincidencia entre lo reseñado de la reunión de la OTAN, con el Comunicado de la Casa Blanca del 13 de junio, Revitalizando la alianza trasatlántica, ni con el llamamiento de Biden sobre «el aumento del poder global de Beijing en tanto constituye un desafío de seguridad que está tratando de socavar el sistema global basado en reglas», sí disparan alarmas las continuas provocaciones de la OTAN, que luego de la reunión se han incrementado y han conducido al mundo a una segunda y aún más peligrosa Guerra Fría.