Pascal Beltrán del Río
Bitácora del director
La simplificación de la historia sobre el origen de la nación mexicana pretende hacer creer que mexicas salieron de Aztlán y peregrinaron casi dos siglos hasta llegar al lago de Texcoco donde fundaron Tenochtitlan en un islote deshabitado en el que vieron un águila devorando a una serpiente.
Sin embargo, los hechos documentados por cronistas tejen una trama mucho más complicada.
Efectivamente, los mexicas o aztecas migraron al Valle de México, donde ya existían varios asentamientos. Entre los más grandes estaban Azcapotzalco y Culhuacán. El primero fue fundado por tepanecas y el segundo, por toltecas.
Cuando llegaron los mexicas, hacia 1215, encontraron resistencia. Trataron de quedarse en Atizapán y Chapultepec, de donde fueron expulsados. El que se asentaran en islotes fue un último recurso. La dominación que eventualmente lograrían sobre la región tuvo que ver con su capacidad de establecer alianzas e integrarse en linajes existentes.
En 1367, ayudaron a Tezozómoc, señor de Azcapotzalco, a conquistar Culhuacán. Sin embargo, cuando Maxtla, uno de los hijos de Tezozómoc, usurpó el poder a la muerte de su padre y secuestró y mató a Chimalpopoca, señor de los mexicas, éstos formaron una alianza con Texcoco y Tlacopan (Tacuba) para oponerse a la dominación tepaneca.
Azcapotzalco fue conquistada en 1428. Según algunas versiones, Maxtla fue capturado y degollado por Nezahualcóyotl, señor de Texcoco. Lo cierto es que dicha alianza –la Triple Alianza– se convirtió en la base del imperio Azteca.
Fue durante el reinado de Itzcóatl cuando se transformó la narrativa del pasado de ese pueblo –incluido el mito de Aztlán– y se creó la cosmovisión mesoamericana, tutelada por la Leyenda de los Cinco Soles o cinco etapas de la Tierra.
Con Moctezuma Ilhuicamina, sobrino y sucesor de Itzcóatl, se dio la expansión del imperio. El huey tlatoani sometió a Tlatelolco, Chalco, Tepeaca y otras ciudades y extendió los dominios de los aztecas en una zona que comprende partes de los actuales estados Guerrero, Puebla, Hidalgo y Oaxaca, exigiendo tributo a todos los pueblos conquistados.
Posteriormente, Axayácatl intentó expandirse a lo que es hoy Michoacán, pero ahí los aztecas se toparon con los purépechas, un pueblo tan guerrero o más que ellos, y fueron derrotados en Taximaroa –ciudad Hidalgo–, en la que se considera la mayor batalla del México prehispánico, hacia 1476. Nunca más podrían los de Tenochtitlan contra los de Tzintzuntzan y sus feroces guerreros, que iban al campo de batalla con el cuerpo pintado de negro, en honor de Apatzi, el dios de la muerte.
Todo esto ocurrió antes de la llegada de los españoles al Valle de México. Y así como los aztecas –que formaron alianzas para fincar su dominio sobre una región que, según el cronista Chimalpahin, estaba habitada desde el año 670–, igual hicieron los conquistadores ibéricos para someter a aquéllos.
La historia de México no es binaria, de mexicas contra españoles, buenos contra malos. Es la historia, como la de muchos países del mundo, de alianzas políticas y económicas, que consolidan imperios, y traiciones y guerras, que los destrozan.
En 1521, año de la caída de Tenochtitlan, no existían ni México ni España. Cuando los aztecas se batían a muerte con los purépechas apenas se estaban integrando los reinos de Castilla y Aragón.
Los mexicanos somos producto de una fusión, ciertamente poco pacífica en sus orígenes, pero ya muy integrada, como los platillos de la cocina española que llevan jitomate y los de la nuestra que llevan limón. Conversamos en castellano –un idioma que se debe al latín, al árabe y al euskera–, pero nuestro hablar está salpicado de nahuatlismos.
Hurgar en la historia, buscando viejas rencillas, es un sinsentido, como es transformar por decreto la Noche Triste (triste para Hernán Cortés, se ha entendido siempre) en “Noche Victoriosa”.
Si a esas vamos, los habitantes de Culhuacán, –los colhuas, primeros en llegar al Valle de México– tendrían derecho a recibir disculpas por la conquista de 1376, igual que los de Azcapotzalco, por la de 1428. Usemos la historia para aprender sobre nuestros orígenes, no para hacer política con ella.