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Silenciar la tortura

 

José Buendía HegewischNúmero cero
 
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El silencio institucional es el mejor aliado para que la tortura siga siendo práctica común en corporaciones de seguridad y fiscalías. Jonathan Medina Haller fue condenado a 70 años de prisión desde 2011 y podría morir en una cárcel de la CDMX de tuberculosis pulmonar, a pesar de que un tribunal ordenara reponer la averiguación conforme al Protocolo de Estocolmo, por existir declaraciones obtenidas con tortura en un caso de secuestro. La Fiscalía capitalina podría desistirse de la acción penal, pero prefiere no hablar de su responsabilidad, una vez que López Obrador niega que este delito continúa como moneda de uso corriente para fabricar culpables.

El Presidente suele decir “no somos iguales” a los de antes cuando se filtra el conocimiento de males endémicos y sistemáticos como la tortura, pero casos como el de Medina Haller no son aislados en el país. Es sólo una de las 522 nuevas denuncias que la FGR ha recibido en este sexenio, aunque la cifra de expedientes abiertos supera los 1,200, según el último informe de la Organización Mundial Contra la Tortura. En efecto, esta problemática, lejos de desaparecer, como afirma el gobierno, se profundizó durante la pandemia por el aislamiento en los penales y la suspensión de audiencias que, como en ese caso, paralizan los procesos en los tribunales.

Evidentemente, su persistencia nada tiene que ver con la crisis sanitaria, sino con la impunidad de un delito que no tiene costos para agentes de seguridad y ministerios públicos porque no se investiga ni sanciona. Un delito del que casi no existen sentencias (menos del 1% de los casos) y que ahora no conviene ni siquiera denunciar una vez que desapareció del discurso oficial. Aunque hay evidencia por casos muy visibles, como el amparo de un tribunal de Quintana Roo a favor de Kamel Nacif por el delito de tortura contra Lydia Cacho o la permanencia en prisión de Israel Vallarta, obligado a inculparse en la banda de Los Zodiacos en otro secuestro, junto a Florence Cassez. Y, recientemente, las acusaciones de los familiares de dos jóvenes incriminados por una reciente masacre de 19 civiles en Reynosa tras un montaje de la policía y declaraciones obtenidas por tortura en otro plagio.

López Obrador tiene razón al decir que sin abatir la violencia será difícil “acreditar históricamente” su gobierno, pero eso comienza por reconocer e investigar la tortura como talón de Aquiles de la justicia. De nada sirve declarar su eliminación para evitar que opositores la usen contra su administración o para pedir mano dura y penas más severas si la justicia fabrica culpables. Tampoco erradicarla en la retórica oficial ante la orfandad de “servidores públicos honestos” en México (imagino que incluye a policías y fiscalías), como declaró el secretario de Marina, Rafael Ojeda Durán, para justificar la propuesta presidencial de llevar la GN a la Sedena para pacificar el país. La impunidad corrompe tanto a civiles como militares, cualquier autoridad puede cometer tortura bajo el aliciente de la impunidad.

La violencia homicida en el país se mantiene a niveles máximos históricos, con tasas similares a las del gobierno de Peña Nieto, a pesar de prometer reducirlas a la mitad con su estrategia de “abrazos y no balazos”. Pero el problema no desaparece sólo por no hablar de él y, mucho menos, inculpando a inocentes. Por ejemplo, en la CDMX, la cifra de homicidios ha mejorado alrededor de 10 por cada 1,000 habitantes desde 2019, pero las sentencias han caído estrepitosamente un 37% por inactividad de los tribunales. Aunque, ¿cuántos casos se presentarán ante la Fiscalía sin estar acreditado el homicidio o secuestro o sostenidas en la tortura, como con Medina Haller? ¿Es suficiente ceder por completo la GN a los militares para erradicar esta práctica? Difícil saber si no se investiga o el gobierno simplemente la da por extinta.

No obstante, López Obrador ha decidido redoblar su apuesta y ligar toda su suerte a la abierta militarización de la GN, a la vez que hacer a un lado obligaciones, como crear un registro nacional de tortura y un programa específico, como establece la ley aprobada en 2017. Desde luego, es más barato olvidar todas estas iniciativas para concentrar los recursos en una ampliación presupuestal para la GN, pero lo barato puede salir muy caro para la procuración de justicia y el respeto de las libertades.