POR DR. JORGE CERVANTES CASTRO
Respuesta a mi Lucero
JORGE CERVANTES CASTRO NOVIEMBRE 10, 2020 ·
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Al cumplir hoy mis primeros ochenta y dos años, mi esposa Lucero preguntó lo que significó para mi ser cirujano. Siempre he pensado que, entre todas las profesiones, la medicina es sin duda la más noble. Ello,al dedicarse al cuidado de la salud y al de la vida misma, siendo eso lo más preciado. Para mi, indiscutiblemente es la mayor responsabilidad de quien decide dedicarse a esta profesión.
El 25 de abril 2020, dos días antes de mi cumpleaños, mi Preciosa Lucero me hizo una pregunta, aquí está la respuesta...
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Dentro de las especialidades médicas, la de cirujano requiere mucho tiempo para lograr la formación completa, ya que al terminar la carrera de 6 años y graduarse de Médico, después es necesario cursar la residencia de Cirugía, que normalmente se obtiene al completar 5 años de ardua preparación. Al terminar, entonces se debe obtener el Certificado de Cirujano General para poder ejercer tal especialidad.
Sobre el cómo me convertí en cirujano, remonto a mi infancia: Fui muy afortunado al nacer –el 27 de abril de 1938– en Guasave, Sinaloa en La Casona que construyó mi abuelo Don Baltazar Castro en 1899. En ese lugar nació mi madre y nos dio vida a mí y a mis diez hermanos. Mis padres tenían educación universitaria, él era Ingeniero Topógrafo por el Colegio Civil Rosales de Culiacán y ella con Taquígrafa Mecanógrafa por la Universidad de Colima.
La vida en La Casona era de mucha actividad intelectual; contábamos con una biblioteca bien surtida y las tías maternas tocaban piano por las tardes. Mi papá tenía por habito medir con sus instrumentos todo lo referente a cosas de la naturaleza: que cuánto subía o bajaba el barómetro; que en cuánto estaba la humedad; que cuánta lluvia se precipitaba; cuál era la temperatura en diferentes grados; las fases de la luna, etc. Así, todo lo explicaba.
En las noches nos maravillaba al mostrarnos con el telescopio los cráteres de la luna y los satélites de JúpiteR. Yo no comprendía cómo él podía en una noche ofrecer que viéramos los anillos de Saturno y al poco tiempo ¡nos los mostraba! Pensaba yo y concluía: ¡es muy inteligente!
Frecuentemente salía con él a sus trabajos topográficos por los campos vecinos. Aprendí a conocer las coordenadas, latitud y longitud; a ser observador; siempre fui muy inquieto y muy preguntón. Inicié la costumbre de coleccionar cosas; de abrir los animales que cazábamos; de comparar órganos internos de pájaros con los propios de venados, conejos y ardillas.
Todos los viernes íbamos a la casita de la playa en La Boca del Río, donde me dedicaba a recoger conchas; capturar cangrejos; visitar a los pescadores cuando destazaban lo que habían pescado, y a revisar los intestinos y demás órganos de las diversas especies... Creo que en estas actividades inquisitivas de mi infancia inició mi interés por la cirugía.
Recuerdo que mi papá contaba que su abuelo, Don Antonio, tenía libros de medicina y leyes, que utilizaba para dar consultas en la hacienda de los Cervantes en El Amole. Según decían en el pueblo, él era médico y abogado. Se quedó en mi memoria esa historia de mi tatarabuelo como Médico y Abogado... muchos años después, al retirarme de la cirugía ésta adquirió validez,cuando obtuve el Doctorado en Derecho por la UNAM.
Mis lecturas favoritas en la primaria fueron de aventuras, los libros de Julio Verne, Tom Sawyer, Huckleberry Finn, Tarzán y mis héroes de cacerías en África con los libros de Teodoro Roosevelt y “Cien días de Safari” de Julio Estrada.
En los tres años de secundaria y dos de preparatoria no hubo mayor interés en medicina. Cuando mucho, me inclinaba por las ciencias naturales, especialmente biología. En la preparatoria cursé como materia electiva el dibujo anatómico (en lugar de química).
En esa época mis lecturas favoritas fueron ya de grandes conquistadores y navegantes como Alejandro Magno, Cristóbal Colón, Hernán Cortés, Vasco da Gama, Magallanes y Napoleón.
Al término de la preparatoria fue necesario pensar en una carrera. Por esos años (1957- 1958), las carreras más populares eran medicina, leyes, ingeniería y arquitectura. Vivía yo bajo la sombra y cobijo de un gigante del Derecho, Don Raúl Cervantes Ahumada, quien me urgía a estudiar derecho con la idea de incorporarme a su prestigiado despacho.
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Pensé que si deseaba brillar con luz propia, debería buscar otra carrera, entonces escogí medicina.Don Raúl era muy amigo del Rector de la UNAM, así que con una llamada suya fui inscrito a la Facultad de Medicina, en el Grupo Piloto. Fue una gran oportunidad el poder formar parte de un selecto grupo de solo 100 alumnos opuesto a los grupos de 400 o 500 alumnos de nuevo ingreso.Éste era un programa innovador que buscaba cambios en la manera de enseñar medicina.
Adquirí nuevos amigos, todos muy estudiosos en un rico y muy estimulante ambiente educativo. Entre los integrantes de este grupo, había cuatro norteamericanos de mayor edad que nosotros –rondábamos los 18 años– mientras que ellos ya estaban casados y con hijos – tendrían unos 30 años– y por su edad, no habían sido admitidos en escuelas de medicina de su país por lo cual vinieron a la UNAM.
Hice amistad con ellos, quienes me ilustraron sobre las especialidades médicas en los Estados Unidos. Pensando en esa posibilidad, continué mis estudios de inglés con el Método Cortina de textos y discos.
Los primeros dos años fueron fascinantes en las flamantes instalaciones de la recién inaugurada Facultad de Medicina en Ciudad Universitaria. Las clases de anatomía, histología, fisiología, bioquímica, así como los laboratorios, las disecciones en los cadáveres y todo lo referente al cuerpo humano, representaron la oportunidad de adentrarme a un universo desconocido y por lo tanto muy atractivo. Ello, despertó en mí una profunda fascinación por el misterio de la vida misma.
La idea de la cirugía realmente se afianzó al llegar al tercer año y acudir a los hospitales para cubrir las materias clínicas. Ahí enfrentaría por primera vez a los pacientes y sus enfermedades y padecimientos. Una de mis primeras experiencias fue en la clínica de gastroenterología.
Nos llevaron a un auditorio semicircular, como los de la edad media, y en el centro se encontraba una camilla.El maestro explicó que se trataba de un grave caso de absceso hepático amibiano y que no había respondido a los medicamentos. Expuso que solamente un procedimiento quirúrgico podía salvarlo. Se requería drenar el absceso. El maestro preguntó al grupo si alguno de nosotros había drenado un absceso hepático...nadie contestó.
De pronto, ante el asombro del maestro y mis compañeros alumnos, me ofrecí a efectuar el procedimiento. Conocía muy bien la anatomía del hígado, se veía claramente la prominencia del absceso en la pared abdominal, así que con fuerza procedí a insertar el Trocar –de 15 cm. de largo y medio centímetro de diámetro– y al retirar el obturador brotó un gran chorro de sangre y abundante pus. Al sentir la sangre sobre mi cara, perdí el conocimiento y caí desmayado sobre el paciente. Minutos después, cuando desperté, estaba tirado en el suelo en un pasillo. Creo que en ese momento decidí que debería estudiar cirugía.
El hecho de recibir el chorro de sangre caliente directamente sobre la cara no me afectó (más allá del desmayo) es más, creo que animó mi decisión e interés por la cirugía.Un par de meses después, en la clínica de cardiovascular efectué la historia clínica de un paciente de 27 años de edad, en fase terminal por insuficiencia valvular aórtica de origen sifilítico.El maestro explicó que no había tratamiento médico posible y que moriría muy pronto. Ante mi insistencia, buscando una respuesta, me informó que la única opción para este joven paciente sería una intervención quirúrgica, pero el cirujano que podía efectuarla estaba en la Universidad de Georgetown, en Washington D.C. Se trataba del renombrado Charles A. Hufnagel, quién había inventado la primera prótesis valvular aórtica para tratar a pacientes con esa patología. Como era de esperarse, el paciente falleció, pero se quedó grabado en mi mente el nombre del famoso cirujano.
Por segunda ocasión en un par de meses, recién iniciado el tercer año de medicina me di cuenta que los medicamentos no curaban muchas enfermedades y que solamente la cirugía las podía resolver. No había duda, estudiaría cirugía ¡y buscaría acudir a Georgetown!
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Mis lecturas de esos años fueron, por supuesto, de grandes figuras de la cirugía mundial: Dominique Larrey, el cirujano de Napoleón, Theodor Billroth, William Halsted, Robert Gross, Alfred Blalock y Charles A. Hufnagel.
Tuve que estudiar muy duro, terminar la carrera y pasar el riguroso examen del ECFMG (Educational Council for Foreign Medical Graduates) para poder abrir las puertas a estudios de posgrado en Estados Unidos. Obtuve una beca de la OEA (Organización de Estados Americanos) cuyo documento, por cierto, decía: “Para estudiar Cirugía en Georgetown University bajo la dirección de Charles Hufnagel”.
Con todo lo anterior resuelto, a mis 24 años pedí a mi preciosa Lucero, de 18 años. Nos casamos y llegamos a Washington en plena crisis de los misiles nucleares en Cuba, pero ¡sin haber enviado antes una solicitud de admisión ni haber sostenido una entrevista con los funcionarios de la Universidad! Después de grandes dificultades fui aceptado por un año “on probation”.
Terminé la residencia de Cirugía General y Cardiovascular 6 años después, como Jefe de Residentes, con honores y la promesa de un puesto académico en la prestigiada Universidad, habiendo obtenido la calificación máxima de la especialidad y acreditado el American Board of Surgery.
Desechando las oportunidades en Georgetown, regresamos al país y me puse a buscar trabajo. Encontré cerradas las puertas de instituciones públicas y privadas.Milagrosamente para mí, un importante funcionario de la Organización Rockefeller estaba internado en el Hospital ABC y requería una cirugía vascular de urgencia. De la Embajada Americana llamaron a mi profesor de Cirugía en Washington, pidiendo que viniera a operarlo.
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