por Varda Yoran
Solo por tener 90 años no significa que esté lista para morir o que sea prescindible . Mientras aún disfrute de la vida, nadie tiene derecho a decirme que soy descartable.
Por Varda Yoran ( Escultora israelí-estadounidense. Nació en China, vivió en Israel y actualmente en los Estados Unidos)
Llevo un cuarto de siglo siendo anciana y sigo esculpiendo, leyendo y escribiendo. Hablo cinco idiomas y utilizo el correo electrónico y WhatsApp para comunicarme con mis familiares y amigos de Finlandia, China, Noruega, Inglaterra, Israel, Rusia, Tailandia y Estados Unidos. Dirijo una fundación que yo misma creé para ayudar a ancianos con problemas de movilidad. Asisto a distintas clases y organizo un club de filosofía por Zoom donde hablamos de ética, de perdón, de rabia, de creatividad y de muchos otros temas.
Es evidente que mi rutina ha cambiado. El coronavirus lo ha cerrado todo de golpe. A mis 90 años, he vivido muchos momentos históricos, pero nunca uno como este. Mi hija tenía miedo de que en la ciudad yo estuviera mucho más expuesta, además de que en esta situación no podría recibir tantos cuidados. Así pues, dejé Brooklyn y ahora vivo con ella, con mi yerno y con mi nieto adolescente, confinada y segura, en las montañas de Peekskill (Nueva York, EEUU). Si salgo de casa, con mascarilla y con guantes, es para ir al laboratorio más cercano a hacerme unos análisis de sangre rutinarios.
Nadie sabe adónde nos llevará lo que queda por venir, pero lo que he visto hasta ahora es que la crisis hace brotar lo mejor de la gente buena y lo peor de la gente mala. Hace falta colaboración y empatía a gran escala para enderezar el rumbo del mundo.
Algunas personas piensan que si me lleva el coronavirus, al menos ya habré vivido una vida plena. Y sí, he vivido una vida plena.
Nací en China en el seno de una familia judía exiliada de Rusia tras la I Guerra Mundial en busca de refugio del antisemitismo, de las hambrunas y de los pogromos. Pasé los primeros 20 años de mi vida en China y sobreviví a la ocupación japonesa de mi ciudad, Tianjin, durante la II Guerra Mundial. Pasé los siguientes 30 años en Israel. Di clases de hebreo a niños judíos inmigrantes, pertenecí al Ejército del Aire y trabajé de artista gráfica. Me casé y tuve dos hijas. Finalmente, el trabajo de mi marido nos llevó a Estados Unidos en 1979. Yo tenía 50 años y no tenía ni idea de que estaba a punto de empezar un periodo de mi vida en el que florecería como artista.
Entre los 60 y los 70 años creé cinco esculturas grandes de exterior para instituciones como la Universidad de Tel-Aviv y la Casa de Combatientes del Ghetto, un museo fundado por los supervivientes del Holocausto. Con 70 años, empecé a encontrar mi voz como escritora y colaboré en la escritura de The Defiant, las memorias de mi marido como partisano en Europa del Este contra los nazis. Con 82 años, creé una organización sin ánimo de lucro, la Rose Art Foundation, que ya ha donado 800 sillas reclinables geriátricas para ancianos con movilidad reducida en centros de Estados Unidos. Incluso ahora, durante la pandemia de coronavirus, recibo solicitudes de pacientes cuya calidad de vida ha mejorado gracias a estas donaciones. El año pasado, con 89 años, publiqué mi segundo libro. Y aún me quedan muchas cosas por hacer.
No soy prescindible y me entristece que mucha gente piense que la edad es un criterio para decidir si merece la pena salvar una vida humana o no. Te aseguro que tanto yo como mis seres queridos deseamos que me queden muchos años de vida. Quiero asistir a la graduación de mi nieto en el instituto y ver qué universidad escoge. Quiero ver cómo mi nieto mayor, que ya está casado, se convierte en padre. Quiero seguir viviendo feliz. Ya no puedo hacer tantos viajes como antaño, pero me gustaría volver a visitar Israel. Solo porque tenga 90 años no significa que no me queden cosas por aprender y destrezas que perfeccionar.
“No soy prescindible y me entristece que mucha gente piense que la edad es un criterio para decidir si merece la pena salvar una vida humana o no”
Tengo más limitaciones físicas y dolencias de las que me gusta admitir, pero eso no me va a detener. Estoy desarrollándome como artista. En septiembre empecé un curso de tres meses en el Brooklyn Clay Studio para aprender a vidriar cerámica en el horno. En febrero, antes de que se decretara el distanciamiento social, busqué un nuevo enfoque artístico, visité Urban Glass en Brooklyn y encontré a un maestro para enseñarme una técnica. Mi hermana gemela falleció hace 15 años, de modo que cuando acabe la cuarentena, espero terminar una escultura que represente nuestra relación.
*Nuestras vidas, nuestros sueños y nuestra productividad no se acaban cuando cumplimos 65 años, una edad a la que la sociedad ya decide que eres “suficientemente mayor”. Las personas mayores podemos ser productivas y hacer contribuciones al mundo con la perspectiva de la edad y la experiencia. *No habría que fijar un límite a partir del cual la vida de una persona ya no tiene valor*.
Tengo 90 años y estoy deseando que acabe la cuarentena. Mientras sea creativa, mientras siga rodeada por el amor de mis familiares y mis amigos y mientras aún disfrute de la vida, nadie tiene el derecho a decirme que soy prescindible.