Ideas | Octubre 20, 2015
La utopía sirve, sobre todo, para detonar las potencialidades del presente. A finales del siglo XIX, de la mano de una utopía socialista, Albert K. Owen pretendió crear una sociedad perfecta desde la bahía de Topolobampo.
Jorge Quintana Navarrete | Utopías
Con el presente ensayo, dedicado a los orígenes utópicos en la fundación del puerto de Topolobampo, Sinaloa, comenzamos una serie de tres textos dedicados a explorar las relaciones entre México y la utopía y la vigencia de la pulsión utópica en el presente.
La utopía como forma de intervención política parece haber perdido toda legitimidad en los tiempos que corren. El fin de la confianza en el progreso histórico y en la perfectibilidad humana explicaría ese declive de la potencia de la imaginación utópica. El siglo XX se caracterizó por el ocaso de todos los grandes sueños de emancipación que habían impulsado a la humanidad a buscar soluciones duraderas a los problemas sociales y políticos. Tanto desde la tradición liberal –Popper, Berlin– como desde el marxismo y la teoría crítica –Marcuse, Deleuze, Derrida, entre otros–, la utopía fue vista con desconfianza e incluso se le consideró la fuente de los totalitarismos políticos.[1] El impulso que orienta a toda utopía –criticar el estado de cosas existente y proponer un diseño político radicalmente nuevo– fue cediendo lugar a un afán moderado de reforma y, en muchas ocasiones, a la idea de que los cambios radicales son imposibles o indeseables y por lo tanto solo resta la administración del sistema para impedir mayores calamidades. Los movimientos sociales recientes, desde el neo-zapatismo hasta Occupy Wall Street, han impugnado esa narrativa que confiaba en la perpetuación de un orden que, aun si a menudo demostraba su capacidad de crear miseria y desposesión, se asumía como el menos perjudicial de los sistemas conocidos.
Históricamente, la utopía ha tenido una relación consustancial con México y en general con el continente americano. Basta recordar que en Utopía (1516), de Tomás Moro –el texto con el que nace la utopía como palabra y como género político-literario–, el narrador Rafael Hythloday es un navegante y filósofo que acaba de acompañar a Américo Vespucio en un viaje por el Nuevo Mundo; ahí, en esas tierras vírgenes e inexploradas, el narrador encontró la comunidad perfecta que describe minuciosamente a los lectores. Algunos años después de la aparición de Utopía, el primer obispo de Michoacán, Vasco de Quiroga, se basaría en el libro de Moro para fundar sus “aldeas-hospitales”, comunidades indígenas que representaban una alternativa con respecto a la crueldad de la colonización española. Más tarde, durante el siglo XIX, México sería un terreno fértil para el surgimiento de propuestas teóricas y prácticas que se nutrían del socialismo utópico: Plotino Rhodakanaty introdujo la doctrina del socialista utópico francés Charles Fourier en su Cartilla socialista (1861) y fundó una colonia agrícola con escuela libre en Chalco; Nicolás Pizarro reunió ideas socialistas y liberales en su gran novela utópica El monedero (1861); Juan Nepomuceno Adorno publicó La armonía del Universo y la ciencia de la Teodicea (1862), en donde describía el plan divino para la felicidad humana; Victor Considérant criticó el peonaje en sus Cartas al mariscal Bazaine (1868) e influyó en la rebelión campesina de Alberto Santa Fe…[2]
En noviembre de 1886, un primer grupo de colonos estadounidenses arribó a las playas desiertas de la bahía de Topolobampo, ubicada al norte del estado de Sinaloa, con la firme intención de crear una comunidad en la que reinara la cooperación y la armonía. De este modo se inauguraba la última experiencia histórica que se inscribía plenamente en la tradición utópica del siglo XIX mexicano. La colonización de Topolobampo tiene su origen en la labor visionaria que desarrolló el ingeniero estadounidense Albert K. Owen. Nacido en 1847 en Chester, Pennsylvania, Owen creció en el seno de una vieja familia cuáquera que le prodigó una educación esmerada. Luego de estudiar ingeniería civil, se especializó en la construcción de vías de comunicación y comenzó a trabajar en una empresa ferroviaria. Owen estableció contacto con México por primera vez en 1872 cuando formó parte de una comitiva de exploración cuyo propósito era valorar la extensión de la red estadounidense de ferrocarriles en el norte de México. En este viaje iniciático tuvo la oportunidad de atisbar las playas vírgenes del litoral sinaloense e imaginar las múltiples posibilidades que ofrecían para el desarrollo económico. A partir de este momento, el ingeniero estadounidense no escatimaría energía y conocimientos para realizar en ese lugar los diversos proyectos que su imaginación exaltada le sugería.
En un principio, los planes de Owen se limitaron a proponer un ferrocarril que partiría de Norfolk, Virgina, en la costa atlántica de Estados Unidos, atravesaría los estados del sur y la sierra Tarahumara en Chihuahua, hasta llegar a la bahía de Topolobampo. Este ferrocarril interoceánico –bautizado “The Great Southern”– uniría a occidente y oriente a través de América, impulsando la unión y desarrollo del mundo entero. En particular, Owen creía que este ferrocarril favorecería el intercambio justo y equitativo entre Estados Unidos y México: ambas naciones, por medio de un acto de voluntad, podrían reunir esfuerzos para organizar una zona inmensamente rica que diera privilegio al beneficio común por sobre los intereses de las grandes corporaciones privadas. Para ello, inspirado en la experiencia de financiamiento durante la guerra civil estadounidense, Owen propuso que este ferrocarril y todas las obras públicas se financiaran no a través de la solicitación de préstamos internacionales –lo cual implicaba una subordinación económica al prestamista debido al pago de intereses–, sino por medio de la emisión de “bonos de la Tesorería”, es decir, un medio de cambio emitido y respaldado por el gobierno que más tarde sería pagado con los beneficios de la propia obra. De esta manera, el ferrocarril interoceánico lograría hermanar a Estados Unidos y México en el proyecto de detonar el potencial económico de este territorio y esparcir las virtudes del progreso entre la población en general.
Los primeros intentos de Owen por materializar “The Great Southern” resultaron poco fructíferos. Sin embargo, eventualmente sus dotes de persuasión y sus relaciones amistosas con altos funcionarios del régimen porfirista –particularmente con Manuel González, presidente de 1880 a 1884– darían los resultados esperados. En 1881, después de una serie de proyectos alternos fracasados –entre los cuales cabe mencionar un canal entre Texcoco y Huehuetoca, que buscaba solucionar el problema del drenaje en la ciudad de México–, Owen obtuvo la concesión para construir el sistema ferroviario de Topolobampo. Para este entonces, el proyecto del ferrocarril interoceánico había sido aumentado con la propuesta de fundar una colonia en la bahía de Topolobampo, la cual se convertiría en una metrópolis pujante ubicada estratégicamente en el centro de las rutas comerciales hacia Oriente y Occidente. Asimismo, la inicial fe en el progreso se fue complementando en la mente de Owen con un socialismo sui generis influenciado por el utopismo francés (Fourier y Saint-Simon), el pensamiento de William Morris (autor de la novela utópica News from Nowhere), el puritanismo moral de la religión cuáquera, y el liberalismo de los “Founding Fathers” estadounidenses, entre otros.[3]
Owen dedicaría los siguientes años a describir con una minuciosidad sorprendente los distintos ámbitos –desde el trazado urbanístico y el sistema socioecónomico hasta las costumbres aceptadas y la rutina diaria– de esa gran urbe ideal que llamaría sucesivamente Ciudad González, Ciudad del Pacífico, Ciudad de la Paz o simplemente Topolobampo. Sus ideas fundamentales se encuentran dispersas en la gran cantidad de folletos y artículos periodísticos que publicó para promocionar su empresa utópica, entre los cuales cabe destacar los folletos A Dream of an Ideal City (1897) y The Crédit Foncier of Sinaloa. A Social Study (que alcanzó cuatro ediciones entre 1884 y 1885).[4] En esta última publicación, el ingeniero estadounidense sostenía que la humanidad no había logrado armonizar los dos aspectos esenciales de la civilización –la producción y la distribución de los bienes necesarios para el ser humano–, lo cual generaba un desequilibrio social que se manifestaba en “una monstruosa opulencia por un lado, y una monstruosa miseria por otro, todos los placeres para unos pocos, todas las privaciones para la mayoría”. Owen se propuso, entonces, retomando nociones cooperativistas extendidas en su época, diseñar un sistema socioeconómico llamado “cooperación integral”, que lograría erradicar los males creados por la deficiente e inequitativa circulación de los bienes.
La “cooperación integral” se fundamentaba en algunos principios básicos: los recursos naturales son propiedad común y su uso es cedido a los particulares; el gobierno o Estado se encarga de planificar la explotación de los recursos y la circulación de los bienes; los individuos son propietarios del producto de su trabajo, el cual es entregado al gobierno a un precio tasado con base en el costo de producción; el medio de intercambio son las “unidades de ahorro” que se obtienen al realizar un trabajo en beneficio de la comunidad, de manera que se asegura la equidad en el intercambio de bienes y se cancela la posibilidad de acumulación de capital; solo el gobierno es apto para realizar comercio con el exterior de la comunidad, y las ganancias obtenidas se invierten en la seguridad social, la impartición de justicia y otros gastos públicos; todos los impuestos y contratos entre particulares –con excepción del matrimonio– son eliminados; todo individuo entre 20 y 50 años de edad está obligado a emplearse en un trabajo que el gobierno debe proporcionar, mientras que los menores de 20 deben estudiar o capacitarse en un oficio; la comunidad elige democráticamente a los funcionarios que están a cargo de la empresa colectiva; las libertades de culto y de expresión, así como la igualdad de géneros, son protegidas por el gobierno. Según Owen, estos principios eran aplicables en comunidades de dimensiones moderadas; eventualmente, el excedente producido por la primera comunidad se utilizaría para fundar nuevas sociedades a lo largo del continente americano que formarían en conjunto una confederación cooperativa. Así, un nuevo estado de armonía social se establecería gradualmente en el mundo entero.
Este diseño socioeconómico guió a los pioneros estadounidenses que, entusiasmados por las ideas utópicas de Owen y por las perspectivas de una vida feliz y próspera en tierras mexicanas, desembarcaron en las playas de Sinaloa en noviembre de 1886. Pronto se dieron cuenta de que las condiciones materiales eran más adversas de lo que Owen había pintado en su gran campaña publicitaria para atraer colonos. Las tierras de la bahía de Topolobampo eran áridas y arenosas, lo cual las convertía en un terreno poco fértil para la agricultura; los sistemas de irrigación y de abastecimiento de agua potable eran de difícil manufactura; para colmo, se trataba de una zona infestada de paludismo. A estos inconvenientes habría que agregar que desde muy temprano surgieron rencillas políticas –que se intensificarían con el tiempo y con la llegada de nuevos colonos– entre dos grupos bien definidos: por un lado, los que confiaban ciegamente en la figura de Owen y creían en la bondad del sistema de cooperación integral; por otro lado, los que consideraban al fundador de la colonia un líder autoritario y preferían la propiedad individual de tierras para asegurar su patrimonio personal. Contra todas estas circunstancias lucharon los colonos de Topolobampo y obtuvieron éxitos notables (que, sin embargo, palidecen a la luz de los ideales de Owen): la autosuficiencia alimentaria por algunos períodos cortos de tiempo; un nivel de vida que, en comparación con el de la población desposeída de la zona, era claramente superior; la construcción de obras de infraestructura, como un puerto en donde se recibían productos de Estados Unidos, un almacén, algunas habitaciones precarias, un canal de irrigación que conducía agua del Río Fuerte, la preparación de tierras de cultivo en la parcela “La Logia”, entre otras.
Después de 10 años de esfuerzos y luego de que los conflictos internos y las adversidades llevaran a la deserción y a la ruptura definitiva, la colonia se desintegró ante la mirada impotente de Owen y los pioneros. Algunos colonos fueron repatriados a Estados Unidos, mientras que otros se integraron a la sociedad sinaloense. Del proyecto de ferrocarril interoceánico solo se pudieron construir 2 kilómetros de vía férrea; de la gran metrópolis socialista solo quedaron algunas construcciones y el débil recuerdo de los planes grandilocuentes de su fundador. En conjunto, sin embargo, la labor de Owen y los colonos abrió el camino para el desarrollo socioeconómico de ese territorio que llegaría a albergar la ciudad de Los Mochis y un fértil valle de cultivo. En 1897, cuando el proyecto utópico estaba definitivamente clausurado, el ingeniero estadounidense publica el folleto A Dream of an Ideal City, en donde proporciona una visión detallada de esa ciudad ideal en la que el progreso técnico y una organización socioeconómica cooperativa asegurarían la armonía social. Owen ofrece así por última vez la imagen futurista de una gran urbe cuyos habitantes disfrutan equitativamente las virtudes del comercio y la tecnología: una ciudad hipermoderna en donde la propagación de la electricidad y las máquinas –acondicionadores de aire, teléfonos, “electrófonos” o radios, todos ellos inventos rudimentarios y poco extendidos en la época– favorecen el bienestar social de todos los pobladores.
En el último cuarto del siglo XIX, el modo de producción capitalista entró en una fase de consolidación y expansión mundial a través de la incorporación subordinada de regiones como América, Asia o África. Estas zonas representaban fuentes de materias primas indispensables para las industrias de los países desarrollados, así como una oportunidad de inversiones lucrativas. Estados Unidos, nación que empezaba a adquirir una posición hegemónica en el concierto mundial, transformó su política hacia Latinoamérica conforme a este proceso de consolidación capitalista: pasó del anexionismo territorial a la penetración económica por medio de la inversión de capital. En México, las políticas desarrollistas del porfiriato –apertura al capital extranjero, la construcción de vías férreas para favorecer el traslado de mercancías, y la política de cesión de tierras a colonos extranjeros– favorecieron la incorporación del país al orden mundial capitalista. Este proceso general que Marx llamó la “acumulación primitiva” del capital se tradujo tanto en el despojo de tierras “despobladas” –que en realidad pertenecían a los pueblos originarios de América–, como en la proletarización de las masas que laboraban en los campos, las fábricas y las minas.
La empresa utópica de Owen ocupa una posición particular en este contexto. Por una parte, Owen criticó la intención monopólica de las grandes corporaciones privadas que impedía la distribución equitativa de los bienes y producía la miseria de millones de personas. Su sistema de “cooperación integral” pretendía sustituir definitivamente la competencia –que derivaba en la concentración y acumulación de capital en unas cuantas manos– por la cooperación y la armonía social. Por otra parte, la utopía de Topolobampo se explica perfectamente en el marco de la consolidación capitalista en las regiones “atrasadas” y de la penetración de los intereses económicos norteamericanos en México. En un momento en el que se ofrecía propuestas radicales como las marxistas o anarquistas, el socialismo de Owen no proponía la disolución del modo de producción capitalista, sino que confiaba en que era posible su reforma integral para ponerlo al servicio de las mayorías. Incluso, resulta revelador que el régimen porfirista nunca considerara subversivos los proyectos utópicos de Owen, los cuales coincidían plenamente con las políticas desarrollistas promovidas por Porfirio Díaz y compañía.
El fracaso esencial de la utopía de Topolobampo residiría, pues, en su incapacidad de proponer un futuro radicalmente distinto con respecto al orden socioeconómico de la época. Fredric Jameson ha sostenido que todas las utopías están en última instancia condenadas a ese fracaso, pues resultan en mayor o menor medida proyecciones de las coordenadas ideológicas del presente. Sin embargo, el hecho de que los proyectos utópicos terminen por reproducir parcialmente las premisas establecidas no significa que sean innecesarios o indeseables. La función de la utopía no es, según Jameson, formular un programa a seguir teleológicamente en el futuro, sino ponernos de frente ante una situación paradójica: por un lado, nuestra incapacidad de imaginar un futuro totalmente ajeno a las predeterminaciones del presente; y al mismo tiempo, la urgencia de seguir intentando precisamente esa tarea imposible. En el mejor de los casos, esas imágenes del futuro pueden revelar los límites ideológicos del presente, es decir, arrojar luz sobre las limitaciones que se imponen como “naturales” en un momento histórico e impiden buscar alternativas posibles.[5] Al transformar nuestro presente en el pasado de un futuro insólito, la utopía consigue desfamiliarizar la experiencia de ese mismo presente que, a la luz del futuro imaginado, puede ser visto con nuevos ojos. Este proceso de extrañamiento epistemológico pone en evidencia el carácter ideológico y modificable del orden social presente y por lo tanto abre la posibilidad de otros futuros.
Lo anterior implica concebir la utopía ya no como un proyecto de una sociedad perfecta –un punto final de llegada–, sino como un instrumento de percepción de las nuevas posibilidades que se generan en el devenir del presente. La utopía no radicaría, entonces, en un estado de cosas que aparece al final de un desarrollo, sino en ese impulso que interrumpe abruptamente el curso normalizado de la historia. Esta interrupción no conduce a un estado predecible, como lo suponía la ideología del progreso: produce la emergencia de lo nuevo que es esencialmente sorpresivo e inesperado. La utopía se presenta, pues, como el acto de profetizar ya no las normas del futuro, sino las potencialidades del presente. Según apunta Jameson, las mejores utopías no son las más viables o perfectas, sino las que tienen la virtud de generar otras utopías en un proceso constante de desplazamiento.
Esta dialéctica entre cierre y apertura –el impulso utópico que se solidifica provisionalmente en programas que a su vez revelan la necesidad de retomar el impulso original– se encuentra detrás de Topolobampo y de todas las utopías. Owen respondió con las armas de su época a los desajustes de un orden socioecónomico que ha seguido produciendo crisis y precarización sistemáticas hasta nuestros días. Hoy como en su tiempo, la utopía de Topolobampo se demuestra políticamente impotente, pero en su fracaso se escucha el llamado a abrir posibilidades en el presente para la llegada de un porvenir incalculablemente distinto. La utopía está –siempre– en otra parte.
Notas
[1] Véase The Open Society and Its Enemies (1945), de Karl Popper, y The Crooked Timber of Humanity: Chapters in the History of Ideas (1992), de Isaiah Berlin. Marx y Engels criticaron en el Manifiesto Comunista (1848) el carácter utópico de los primeros socialistas que denominaron precisamente como “socialistas utópicos”. Marcuse proclamó el fin de la utopía en Five lectures (1970), pues consideraba que los sueños utópicos se convertían en realizables en las sociedades modernas. Deleuze distinguió entre utopías autoritarias y utopías libertarias enWhat is philosophy? (1994). Derrida se mostró cauteloso hacia el concepto de utopía en la entrevista “Not Utopia, the Im-possible” (1998).
[2] Sobre la relación entre utopía y Nuevo Mundo se puede ver De la Edad de Oro a El Dorado. Génesis del discurso utópico americano (1998), de Fernando Ainsa, y El jardín y el peregrino. Ensayos sobre el pensamiento utópico latinoamericano 1492-1695 (1996), de Beatriz Pastor Bodmer. Los textos de Vasco de Quiroga se recopilan en La utopía de América (1992), editada por Paz Serrano Gassent. Sobre la tradición mexicana del socialismo utópico se puede leer El socialismo en México. Siglo XIX (1969), de Gastón García Cantú y Las otras ideas. El primer socialismo en México 1850-1935 (2008), de Carlos Illades. Para una perspectiva latinoamericana, están Las topias sociales en América Latina en el siglo XIX (1999), de Pierre-Luc Abramson, y Utopismo socialista (1830-1893) (1977), editado por Carlos Rama.
[3] El estudio pionero de esta colonia utópica es Topolobampo, la metrópolis socialista de Occidente (1939), de José C. Valadés. Después aparecieron A southwestern utopia (1947, traducido como Utopía en Sinaloa), de Thomas A. Robertson, La conquista del valle del Fuerte (1957), de Mario Gill, y Cat’s paw utopia (1972), de Ray Reynolds. Uno de los estudios más completos es El Edén subvertido: la colonización de Topolobampo, 1886-1896 (1978), de Sergio Ortega Noriega. Los libros de García Cantú, Illades y Abramson arriba mencionados también incluyen un capítulo sobre Albert K. Owen y Topolobampo.
[4] Existen traducciones al castellano de ambos folletos: Sueño de una ciudad ideal se reproduce íntegramente en los libros de García Cantú y Rama anteriormente mencionados; El Crédit Foncier de Sinaloa. Un estudio social se encuentra en Obras (2003), de Albert K. Owen, editado por Siglo XXI y El Colegio de Sinaloa.
[5] Archaelogies of the Future: The Desire Called Utopia and Other Science Fictions (2005), de Fredric Jameson, en particular el capítulo cuatro de la segunda parte.
Jorge Quintana Navarrete
Jorge Quintana Navarrete escribe sobre las relaciones entre cultura y política y es estudiante del doctorado en cultura y literatura hispánicas en la Universidad de Princeton.
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