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El gatopardismo

¿Otra vez el gatopardismo entre nosotros?
Columna de Mariano Grondona en La Nación.

Instituciones de la República

Un representante de la nobleza siciliana, el duque Giuseppe di Lampedusa, dejó al morir en 1957 el manuscrito de su única novela, Il Gattopardo . Publicada al año siguiente por Feltrinelli, la novela obtuvo un éxito fulminante. Puede leerse su versión castellana en El Gatopardo , Madrid: Unidad Editorial, 1999

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La acción de El Gatopardo transcurre en el sur de Italia en 1860, cuando las tropas de Garibaldi y las ideas de Mazzini parecían anunciar el colapso del orden tradicional y el advenimiento revolucionario de una nueva Italia. El príncipe Fabrizio Salina, protagonista de la novela en cuyo escudo nobiliario se destaca la figura de un gatopardo, felino parecido a nuestro gato montés, teme el advenimiento de los nuevos tiempos y el fin de la nobleza. Se entera con horror, además de que su amado sobrino Tancredi se ha unido a los revolucionarios.

Cuando el príncipe recrimina a su sobrino, éste lo tranquiliza diciendo que la familia Salina saldrá intacta, de una manera o de la otra, de la agitación reinante porque, si pierden los revolucionarios, Tancredi confía en que su tío lo protegerá y, si ganan, él estará entre los vencedores para proteger a su tío. Es entonces cuando Tancredi da a conocer una fórmula que deslumbra a Fabrizio: "Si queremos que todo siga igual, es necesario que todo cambie". Desde ese momento, Fabrizio y Tancredi se asocian en secreto en virtud de un pacto familiar, bien siciliano, que trasciende las circunstancias políticas en las que se hallan envueltos.

"Que todo siga igual" quiere decir que los Salina seguirán por una vía o por la otra al tope de la sociedad siciliana. "Que todo cambie" quiere decir que el predominio de los Salina continuará, de ser necesario, bajo nuevas formas adaptadas a los tiempos modernos. De hecho, Italia se unificó definitivamente en 1870 bajo la dinastía piamontesa de los Saboya, para satisfacción de todos los Fabrizio y los Tancredi que, secretamente, se regocijaban.

La fórmula según la cual a veces es preciso que todo cambie para que nada cambie ingresó en el análisis político, desde el libro de Lampedusa, bajo el nombre clave de gatopardismo. La multitud se entusiasma en las calles y en las plazas porque cree que todo está cambiando. En discretos salones, los entendidos saben que todo sigue igual.

De 1860 a 2003

El 25 de mayo de este año, con el advenimiento de Néstor Kirchner a la presidencia, comenzó al parecer entre nosotros una nueva era. Símbolo del viejo sistema, el menemismo se hunde en el escarnio colectivo. Símbolo del nuevo sistema, el presidente Kirchner no pierde la ocasión de denunciarlo. Todos los que hayan tenido algo que ver con la década menemista, desde los economistas liberales hasta las AFJP y las empresas privatizadas, desde la Corte Suprema hasta las Fuerzas Armadas y policiales, reciben su cuota de condena. La gente, entusiasmada, aplaude el cambio según las encuestas. ¿Pero qué pasa en los discretos salones?

Los voceros más duros del movimiento piquetero empiezan a decir que a pesar del cambio anunciado, todo sigue igual. La Argentina, ¿no continúa siendo después de todo un país capitalista? ¿Alguien sostiene en el Gobierno, por ejemplo, que hay que estatizar las empresas privatizadas? No: la disputa con ellas se reduce al momento en que se ajustarán sus tarifas. ¿Ha cambiado acaso la concesión de las rutas a los capitales privados? No: sólo han cambiado sus titulares. Los bancos, ¿no empiezan a recibir la compensación que reclamaban? ¿Han sucumbido las AFJP? El salario real, ¿no se mantiene en bajísimos niveles? ¿Tienden a desaparecer las Fuerzas Armadas y policiales o sólo se desplazó a sus cúpulas mientras, por debajo, todo sigue igual?

El argumento de aquellos que acusan de gatopardismo a la nueva administración es que todo ha cambiado para que todo siga igual. Han llegado los Tancredi. No por eso han sido eliminados los Fabrizio. Más allá de las agitaciones de superficie, la Argentina profunda es igual a sí misma.

Este argumento viene, naturalmente, de la izquierda. También la izquierda había señalado a Perón como un gatopardista. ¿Quería en realidad el socialismo? ¿O era, después de todo, un militar? Cuando echó a los Montoneros de la Plaza, ¿no demostró, a la hora de la verdad, que era un conservador?

Lo que alarma a la izquierda en el gatopardismo del peronismo regocija secretamente a aquellos conservadores que no se dejan llevar por las apariencias. Sólo que lo susurran en los salones, no lo gritan en la Plaza. En la Plaza reina el encanto por el cambio anunciado. En los salones, a pesar del disgusto por el desprecio de las formas que exhiben los nuevos gobernantes, asoman miradas de resignada satisfacción.

No hay, por otra parte, una izquierda sino dos. Una, intransigente, va a denunciar tarde o temprano lo que juzga como una nueva versión del gatopardismo. La otra, oportunista, se consuela diciendo que algo después de todo está cambiando: las perspectivas personales de sus integrantes, ahora cobijados al calor del poder.

Tres opciones

Las opciones reales que se dan en los tiempos de agitación son tres. Una es la que describe Lampedusa: la alianza secreta entre Fabrizio y Tancredi. La podríamos llamar el gatopardismo deliberado. La segunda es que, aun cuando no hubiera sido un cínico que veía bajo el agua sino un joven auténticamente revolucionario, Tancredi no habría podido cambiar las cosas. En esta hipótesis Tancredi habría sido un gatopardista involuntario. La tercera es que Tancredi, en vez de engañar a sus camaradas revolucionarios, hubiera engañado a su tío Fabrizio logrando, finalmente, la realización de sus ideales revolucionarios. El suyo habría sido entonces sólo un gatopardismo aparente.

¿En cuál de estas tres situaciones vivimos hoy? Kirchner, ¿cree que en el fondo nada habrá de cambiar, aunque a propósito de sus proclamas de cambio haya logrado consenso y poder? Kirchner, ¿es un gatopardista deliberado? Muchos suponen que no, que es sincero en sus propuestas de cambio. En tal caso, ¿logrará llevarlas adelante? ¿O resultará, al fin, un gatopardista involuntario?

Finalmente, cabe la tercera hipótesis que aún alimenta las ilusiones de la izquierda. ¿No será que Kirchner es en verdad un revolucionario y que, si bien no ha logrado hasta ahora cambiar las bases del capitalismo argentino, espera lograrlo de aquí a un tiempo, cuando madure su poder? ¿Será el suyo sólo un gatopardismo aparente?

 

¿Cuál de estas tres opciones prevalecerá? Cuando se piensa que Kirchner expresa de un lado una auténtica vocación setentista pero la Argentina está profundamente arraigada del otro lado en el sistema capitalista occidental, único que prevalece en el mundo después del derrumbe del Muro de Berlín, cabe suponer que la segunda de las tres opciones es la más probable y que, una vez que pase el entusiasmo inicial de los partidarios de una revolución imposible, nuestro país podría encaminarse, como el Brasil de Lula, a la reconstrucción del capitalismo falseado en la segunda mitad de los años noventa. De ser así, la gente que hoy se ilusiona ante el espejismo de una supuesta revolución podrá comprobar, con el regreso de las inversiones, el empleo y la dignidad salarial, que el horizonte del progreso vuelve a brillar.