Shakespeare y las distintas caras del mal
Autor: Casandra Fernández Diez
Edición:336 REVISTA ISTMO
Sección: Coloquio
En el teatro no aparecen malos completamente malos, ni buenos angelicales. El dramaturgo supo plasmar la esencia del alma humana en cada complejo personaje, con los que cualquiera puede sentirse identificado. Por ello su obra es un clásico, inmortal y conmovedor.
Cuántas veces con el semblante de la devoción y la apariencia de acciones piadosas engañamos al diablo mismo.1
(Hamlet, Acto III, escena 1, 49-51).
Quizá si hoy hablamos del enigma del mal, lo primero que se nos venga a la mente sea una trama como la de la serie de televisión House of Cards, llena de intrigas y traiciones políticas y personales. En mi opinión, como paradigma del mal, el papel de Frank Underwood (interpretado por Kevin Spacey) se queda corto.2 Es tan corrupto que cierra al espectador toda posibilidad de empatía, salvo por su buen gusto por la cocina de Freddy. Quien sea fan del actor lo recordará, con inevitable nostalgia, como el conde de Buckingham en el documental Looking for Richard.3 En ese papel, a diferencia del de la serie, Spacey representa el mal de una manera mucho más humana, conmovedora, equilibrada y realista. La distinción entre ambos personajes no es de poca monta, el segundo es de Shakespeare.
Si bien la fragilidad humana ante el mal nunca se explica del todo, ni por expertos en ciencias de la conducta ni por la filosofía por sus solas fuerzas, de lo mejor que tenemos para comprender las muchas caras y aguijones del mal es la sabiduría literaria. En ella puede defenderse lo que han afirmado críticos literarios como Harold Bloom4 o pensadores como René Girard: 5 Shakespeare es insuperable, pues representa la naturaleza humana tal cual es y, con sus inmortales monólogos, profundiza hasta el núcleo de la conciencia moral. Además, el escenario shakespeariano, the Globe, simbolizaba el mundo entero: el horizonte completo de las pasiones y motivaciones humanas, con nuestras miserias y flaquezas más pedestres incluidas.
Diversas intuiciones del dramaturgo me parecen vigentes e iluminadoras. Según G. T. Di Lampedusa, buena parte de la creatividad shakesperiana se debe al sufrimiento acumulado en la vida del autor.6 Sea cierto o no, lo indudable es que, para conocer la condición humana, no se necesita ser filósofo o conde, ni haber viajado mucho; las contrariedades de la existencia individual están frente a cualquiera que abra bien los ojos.
EN LA VIDA NO HAY PERSONAJES DE UNA SOLA PIEZA
Ningún personaje de Shakespeare es villano absoluto.7 Cada uno tiene la complejidad propia de la existencia humana y su carácter está formado, como el nuestro, de muchos espejos que reflejan a los otros, y en los que el propio espectador de la obra se verá reflejado, al menos momentáneamente. Todos dudan: lo sabemos por sus monólogos, por boca propia, a diferencia de lo que ocurría en las tragedias griegas donde era el coro, al cual el personaje nunca atendía, quien fungía como la voz del pueblo y como una especie de conciencia moral comunitaria e impersonal.
Los villanos, que son en ocasiones los protagonistas, a pesar de la sangre que derraman, la crueldad con que despachan a sus víctimas, la incompetencia para gobernar o los celos voraces que los desgarran, tienen siempre al menos algún momento de culpa. Su contrición puede entenderse como más o menos hipócrita, pero atestigua siempre la presencia de la conciencia: se ven a sí mismos frente a un «espejo» (Ricardo II), en una obra (Hamlet), en sus pesadillas por las noches (Ricardo III), acosados por fantasmas (Macbeth, Julio César), se prevén en el cementerio…
La autoconciencia en el teatro shakesperiano –a diferencia de los dramas griegos, donde quedaba recubierta por el destino o el peso de la comunidad– cobra mayor relevancia y complica todo: no aparecen ni malos completamente malos, ni buenos angelicales. También los héroes sufren de episodios de locura y cordura: el amigo fiel (Enrique V) traiciona del mismo modo que el impenitente se vuelve sensible e interiorizado (Antonio y Shylock en El mercader de Venecia).
Alguno ha dicho que esto no aplica en Romeo y Julieta, donde los personajes centrales parecen absolutamente inocentes y la maldad está en sus familias. Girard ha cuestionado que esto sea verdad; algo de envidia y orgullo hay en la pasión desbordada de los jóvenes, y W. H. Auden destaca que en todas las historias de Shakespeare que desembocan en la muerte, la culpa es siempre compartida; ni los amantes ni el boticario son del todo irresponsables.8
Esta complejidad irreductible de los personajes es lo que hace de su obra algo inmortal y conmovedor; nos permite identificarnos. Aunque no hayamos cometido las atrocidades de Macbeth o tramemos la venganza de Hamlet, todos hemos sentido ambición y resentimiento.9 Pero además nos recuerda lo injustificado del juicio moral sumario. Como en Shakespeare, donde no sabemos si Shylock es víctima o tirano,10 en la vida no hay personajes de una sola pieza.
CON UN TOQUE DE AUTOENGAÑO
En nuestro tiempo, muchos se han dejado convencer por Nietzsche del olvido de la conciencia moral; se ha creído que no debemos reprimirnos, que la culpa es algo que, como la caries, se quita con el tratamiento adecuado. Shakespeare apuesta a que no… y por eso sus personajes buscan limpiar su conciencia con actos expiatorios: desde la purificación con agua, los exilios, las promesas de reparto de tierra, viajes a Tierra Santa e incluso con el suicidio. Buscan así, con mayor o menor éxito, recuperar sus vidas, dejar atrás el doblez y disimulo que el mal supone, justificarse a sí mismos o, si se puede, comenzar de nuevo. No siempre los actos expiatorios son razonables ni la conversión completa, en ocasiones recaen en el autoengaño y en el mal. Pero el revuelo de su conciencia algo nos dice y alguna compasión genera; Hamlet, Ricardo III y Macbeth tienen al menos un momento de distancia de sus deseos vengativos o avaros. El rey Lear se arrepiente; Enrique V se siente obligado a justificarse ante sus propios soldados en su célebre discurso ante la tropa, y en Medida por medida la conclusión es: mejor no condenar a los demás.
Si los malos no lo son del todo, ¿cómo llegan a cometer semejantes atropellos? Como nosotros: por vanidad ignoran los consejos de los sabios (Ricardo II o Julio César y Bruto ignorando a sus esposas) o son presas de malos consejeros (el mismo Ricardo II, Ricardo III, Otelo dejándose manipular por Yago, Bruto por Casio, Macbeth por su esposa). Se dejan llevar por un impulso y la falta de juicio hace que actúen en contra incluso de su propia naturaleza. El mal tiene un componente de engaño o autoengaño, es por ello que incluso quienes se valen de él, no lo desean:
Veneno no ama, quien lo emplea
ni yo, a ti. Y, aunque lo quise muerto,
odio al matador, yerto lo quiero.
Carga tú, con la mala conciencia,
sin mi favor, ni mi aquiescencia.
Vaga por las sombras, con Caín
y no asomes tu faz, en noche o día…11
EL MAL ES HÁBIL Y ESCURRIDIZO
Shakespeare nos advierte de no caer en la trampa de la simplificación del mal: la inmemorial tentación de creer que los malos son los extranjeros, los que piensan distinto, los pobres, los fracasados, los que critica todo mundo; tampoco lo son los ricos, los vencedores, los derrotados… De nuevo, como contraste con la tragedia griega, donde los infortunios parecen caer siempre sobre el personaje trágico o sobre el bufón cómico, el dramaturgo nos dice que pueden caer sobre cualquiera. De modo que una persona, por ejemplo, pobre o enferma, no necesariamente está en esa situación por su maldad… Los buenos también sufren. La inspiración cristiana es evidente.
Como en el Gorgias de Platón, donde Sócrates sorprende a sus interlocutores afirmando que el hombre poderoso y rico, el tirano, es el más infeliz porque su poder aleja a los que podrían corregir sus errores, Shakespeare nos muestra la contracara del poder. Nos recuerda que, tarde o temprano, la fuerza se agota y entonces el tiempo pasa su factura: He perdido el tiempo y ahora el tiempo me pierde a mí, dice Ricardo II,12 o la famosa súplica de Ricardo III: Mi reino por un caballo. Claramente influido por Séneca y advertido de los peligros de la vida ambiciosa y materialista, Shakespeare avisa que pocos son los males tan destructivos como el mal del poder que nos posee y deja frente a la nada. Viene en muchas presentaciones: un ducado, una corona, una muchacha bella y casta.
Por eso el autor propone una vida sencilla. Esto no significa confundirse con la multitud amorfa que el propio Shakespeare despreciaba por cambiante y anónima. Consiste más bien en eludir las mentiras de la vanidad. La salud mental y espiritual se encuentra frecuentemente cuando se sale de la corte y se busca refugio en el bosque, por ejemplo. A pesar de las amenazas al bosque de Arden, la trama de Como gustéis ilustra la vida, en principio obligada al exilio, en la que los personajes encuentran las ventajas de lo sencillo, alejados del poder.
Dejar atrás las etiquetas y no confundir el mal con el infortunio, la extrañeza o la miseria: eso es lo que nos recuerda Shakespeare. También sugiere relativizar las opiniones de los demás, como insiste el esposo de La fierecilla domada. Sus obras muestran repetidamente que al bueno puede irle mal, como a ese peculiar Job que es Falstaff en Enrique IV y V: un personaje, «vicioso adorable», que saca lo mejor de los demás, amigo incondicional de Hal y que, a pesar de todo, es traicionado y muere. Algún intérprete ha dicho que ese triste final es un reflejo de Shakespeare ante la traición de su amigo y de Mary Fitton.13 Independientemente de ello, el dramaturgo nos enseña, acompañado de Isabella en Medida por medida y de Cordelia en Rey Lear, a valorar la nobleza y la pureza de intención sin esperar recompensas mundanas por ello, y ante todo, a no juzgar al caído; esto resuena en el soneto 121:
¿Porqué deben los falsos ojos adulterados,
criticar con sus puyas a mi sangre vivaz,
o mis fragilidades, delicados espías,
que a su antojo censuran lo que tengo de bueno?
Soy solamente aquello que soy, y quienes miden
mis excesos reflejan, la cuenta de los suyos.
Tal vez yo vaya recto, cuando ellos van torcidos,
y con su torpe mente, no aprecien mis virtudes.
A menos que me afirmen que existe un mal común:
Que los hombres son malos y triunfa su vileza.14
La virtud y el vicio no pueden equipararse sin residuo al éxito y al fracaso. Como señala W.H. Auden en su interpretación de Shakespeare, tanto en tragedias como en comedias, el gran autor inglés nos presenta al sufrimiento como algo inevitable y la diferencia entre los géneros –como en la vida– radica más bien en que en las comedias el personaje alcanza, a través del sufrimiento, un gozoso autoconocimiento.15
EL MAL NO VENCE A LA ESPERANZA
En las comedias el sufrimiento desemboca en una reconciliación feliz. Shakespeare nos recuerda también que esto puede ocurrir sin importar los tropiezos anteriores, que siempre hay oportunidad de redención, de un encuentro afortunado. Así como el mal se presenta como un remolino que arrastra a los personajes consigo, el bien puede siempre sorprendernos y generar un círculo virtuoso, como en Mucho ruido y pocas nueces, donde la vorágine de acontecimientos entre los amigos que ponen a Benedick y a Beatrice juntos, termina armonizándolo todo. Así como en otras obras una mentira enciende el fuego incontrolable de la desconfianza, en este caso un cumplido oportuno lleva al amor.
De nuevo, en contraste con el teatro clásico, los personajes shakesperianos pueden cambiar y eso deja espacio para la redención y la esperanza, para el bien en la situación externa o, al menos, en la paz y perdón interior de los personajes. Auden insiste en que en el teatro griego todo está determinado, pero en el isabelino del gran Shakespeare late siempre lo imprevisible. Aunque el pensamiento de Hamlet nos es expresado en sus monólogos, siempre resta algo inesperado, una alternativa, se realice o no. Por eso, mientras en la tragedia griega el coro nos advierte de la conclusión funesta de los acontecimientos, en Shakespeare pareciera que todo depende del personaje. Por eso Edipo es de Sófocles y Hamlet se nos presenta como dueño de sí mismo, al lado de un público que asume la parábola como propia y se involucra plenamente, con una espera compartida.
Antes mencioné que se piensa que Shakespeare escribe el desenlace fatal de Falstaff para expresar su propio dolor ante un desengaño. Sin especular demasiado sobre la biografía de sir William, podriamos imaginarlo como el Próspero de La tempestad que, cansado de buscar armonía y justicia, rompe su vara mágica y se retira a olvidar.16 Pero hay evidencias (por ejemplo, en Cuento de invierno), de que Shakespeare mantuvo hasta el final, aun a pesar de las adversidades, y seguramente forjada y madurada ante ellas, una búsqueda de sentido; si no de optimismo mundano sí de perdón, caridad y esperanza: «Somos perdonados y, también, nosotros, perdonamos».17
Y ésa es también la esperanza que se sugiere en Enrique VIII, donde el mal es pintado con todos sus colores, en todas sus caras y, sin embargo, no es el mal quien tiene la última palabra:
Ámate al último: valora a quien te odie;
la corrupción no vence a la honestidad.
Tu mano derecha porte una paz gentil,
para silenciar lenguas envidiosas. Sé justo y no temas:
tus fines sean los de tu país, tu Dios y la verdad…18
Notas finales
1 Traducido por Rafael Martínez Lafuente, Buenos Aires, Galerna, 2006.
2 Aunque la versión inglesa de 1990, con Ian Richardson con el papel protagónico de Francis Urquhart, torcido y a la vez simpático, es estupenda.
3 Película experimental de Al Pacino basada en Ricardo III de Shakespeare, 1996.
4 Cfr. BLOOM, Harold: Shakespeare: La invención de lo humano, Tomás Segovia (trad.), Barcelona, Anagrama, 2002.
5 Cfr. GIRARD, René: Shakespeare: Los fuegos de la envidia, Joaquín Jordá (trad.), Barcelona, Anagrama, 1995.
6 DI LAMPEDUSA, Giuseppe Tomasi: Shakespeare, Romana Baena Bradaschia (trad.), Barcelona, Nortesur, 2009. Por contraste, un autor que niega que Shakespeare haya sido el actor «inculto» de familia de campesinos es, entre otros, Mark Twain, véase ¿Ha muerto Shakespeare?, Javier Eraso Ceballos (trad.), Madrid, Sequitur, 2010.
7 Sin justificar sus brutalidades, nos compadecemos de Ricardo III porque la vida (la Naturaleza) lo ha tratado mal, hasta los perros le ladran cuando lo ven pasar… No es culpable de su fealdad. Como sugiere Auden: el villano no tiene algo tangible que ganar sino infligir sufrimiento insaciable a la sociedad como desahogo. Cfr. W.H. AUDEN: El mundo de Shakespeare, Mariano García (trad.), Buenos Aires, Adriana Hidalgo Editora, 1999, p. 24. Ricardo III, acto I, escena 1, 14-31.
8 Cfr. Ibid., p. 24
9 Cfr. Ibid., pp. 14-17
10 Cfr. DI LAMPEDUSA: Op. cit., p. 46
11 Ricardo II, acto V, escena 6, 38-44, traducción por Santiago Sevilla.
12 Ricardo II, acto V, escena 5, 41-50.
13 Cfr. DI LAMPEDUSA: Op. cit., p. 49
14 Soneto 121, 5-14. Traducción por Ramón García González.
15 Cfr. W.H. AUDEN, Op. cit., p. 16
16 Cfr. DI LAMPEDUSA: Op. cit., pp. 107-108
17 Ibid., p. 106
18 SHAKESPEARE y FLETCHER: Enrique VIII, acto III, escena 2, 444-449. Traducción propia