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Ni tan pintitos

 

 

Bitácora del director

Pascal Beltrán del Río

Pascal Beltrán del Río

 

Después de la reelección presidencial, si algún estigma existe en la política mexicana es que los hijos de los presidentes quieran caminar en las huellas de su padre. O que siquiera pretendan tener alguna relevancia pública lograda a la sombra del poder. En México, los vástagos del primer mandatario calladitos se ven más bonitos. Sus intentos por destacar y, peor aún, soñar que algún día ellos también se ceñirán la banda, son duramente castigados por la opinión pública.

Por algo será que, hasta ahora –a diferencia de lo que ha sucedido en países como Estados Unidos, Colombia y Chile–, ninguno de ellos haya logrado, en toda la historia de México, sentarse en la silla-que-alguna-vez-fue-de-papá. Los mexicanos los prefieren en la penumbra, lejos de la fogata.

En México aún se recuerda cómo fue fulminado políticamente José Ramón López-Portillo Romano, “el orgullo del nepotismo” de su padre. ¿Y quién no se sabe la letra de Abuso de autoridad, de El Tri?: “Y las tocadas de rock / ya nos la quieren quitar / ya sólo va a poder tocar / el hijo de Díaz Ordaz”.

Incluso cuando reniegan de la política, los hijos de los presidentes han sufrido el escarnio público cuando asoman la cabeza. Sus eventuales pecados se vuelven más visibles por el apellido. Sabiendo todo eso, llama la atención que el presidente Andrés Manuel López Obrador haya permitido e incluso promovido que sus hijos se expongan a la metralla verbal.

El caso más reciente es el de Gonzalo López Beltrán, a quien dio un “cargo honorífico” –según reconoció el propio mandatario en su mañanera del viernes–, supervisando las obras del Tren Interoceánico, a pesar de que al principio de su gobierno, en junio de 2019, expidió un memorándum pidiendo a todos los funcionarios del gobierno federal no permitir gestiones de sus familiares y amigos. Es más, instruyó a sus subalternos: “en el caso de mis familiares, ni siquiera contestarles el teléfono”.

El caso explotó la tarde del jueves, cuando, horas después de que la virtual presidenta electa, Claudia Sheinbaum, diera a conocer la tercera tanda de los integrantes de su gabinete, fue visitada en su casa de transición por López Beltrán, supuestamente para felicitarla, más de un mes después de que ella ganara los comicios del 2 de junio.

Al día siguiente, López Obrador negó que su hijo estuviese interesado en ser parte del próximo gobierno, cosa que confirmó Sheinbaum. Será una buena decisión si eso se concreta. Es decir, que ni Gonzalo ni ninguno de los hijos del presidente López Obrador tengan función, oficial o informal, en el próximo gobierno. La historia nos dice que los mexicanos no lo verían con buenos ojos. 

El caso también nos recuerda la manera en la que el expresidente Plutarco Elías Calles impuso a su hijo Rodolfo en el primer gabinete del presidente Lázaro Cárdenas, casualmente en la entonces Secretaría de Comunicaciones y Obras Públicas, cuyas tareas abarcaban áreas en las que tenía intereses económicos la familia del general sonorense.

Fito, como se le conocía, presumía que a él se le había ocurrido que Cárdenas fuera el cuarto de la lista de Los Peleles, es decir, los presidentes que respondían a las órdenes de su padre, el Jefe Máximo de la Revolución. Sin embargo, Cárdenas no aceptó ese papel y cambió su gabinete en junio de 1935, meses antes de enviar a Calles al exilio.  

Dicho episodio, junto con la visita del hijo a Sheinbaum, hizo que me viniera a la memoria un relato reciente que hicieron tanto el presidente López Obrador como su sucesora: el ofrecimiento de ella a él de que si se aburre en su finca de Palenque o si sucede “algo grave” en el país, “como una guerra”, el tabasqueño pudiera volver a la vida pública el próximo sexenio, como hizo Cárdenas en el gobierno de su sucesor. 

Sin embargo, en su libro El jefe de la banda, mi compañero de páginas José Elías Romero Apis nos recuerda que Cárdenas no llegó al gabinete de Manuel Ávila Camacho como secretario de la Defensa porque estuviera aburrido, sino para derribar la idea de un golpe militar, que galopaba sobre el lomo del estado de excepción decretado a raíz de la Segunda Guerra Mundial.

 

 

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