Las impugnaciones son válidas y necesarias.
Jorge Fernández Menéndez
Razones
La composición de la Cámara de Diputados y de Senadores no la sabremos hasta fines de agosto, cuando se agoten todos los procesos judiciales en torno a las elecciones. Para esa fecha se definirá la distribución de plurinominales y sabremos si Morena, con sus aliados del Verde y el PT, alcanzó o no la mayoría calificada en el Congreso.
Mientras tanto, entre hoy y el domingo, con los cómputos federales tendremos una visión muy realista de cómo quedarán las cosas. No avanzará ninguna denuncia de un fraude generalizado porque no se puede sostener en una elección en la que hubo 30 puntos de diferencia, pero el cómputo y la revisión del 67% de las casillas es fundamental para saber qué tipo de irregularidades se pudieron cometer, limpiar la elección y tener claridad sobre el diseño de la futura Legislatura.
Las impugnaciones son válidas y necesarias, el voto por voto en las casillas en las que hay dudas debe ser, como lo está siendo, una realidad, y ahí tendremos los números finales de los comicios. Lo que no es válido, como sucedió en 2006, es que, dados todos esos pasos, incluyendo una revisión exhaustiva de las actas y abiertos los paquetes que generaban dudas para contar cada voto, se desconozcan los resultados y se tomen medidas como aquel famoso plantón de Reforma. Pero recordemos que en 2006 la diferencia fue de 0.36% y, luego de los cómputos, quedó en cerca de 0.50, con una diferencia de medio millón de votos. Ahora estamos hablando de una diferencia de 30 puntos y de millones de votos.
Puede ser, como se ha dicho, que se haya aplicado mal el criterio de la distribución de plurinominales con el Verde y el PT, y entonces el número de diputados del oficialismo sea menor al informado por el INE y, en un hecho insólito, anunciado no por alguna autoridad electoral, sino por la secretaria de Gobernación en la mañanera en Palacio Nacional. No son sus atribuciones y ni siquiera las formas, pero es parte de esta visión de entender el proceso electoral como algo en lo que está involucrado directamente el gobierno.
Nada de eso sirve para explicar el resultado electoral. Lo que es una realidad es que López Obrador ha estado predicando ante la sociedad mexicana durante veinte años un evangelio de buenos y malos, de honestidad y corrupción, de desigualdad y justicia, que en los últimos seis se alimentó de un instrumento tan poderoso como la mañanera y, sobre todo, del manejo discrecional del poder.
A la prédica le sumó recursos, apoyos contantes y sonantes para 30 millones de familias. Para entender lo que eso significa no sólo hay que cambiar el chip, hay que resetear el disco duro, dejar en él los datos y usar otro método de análisis. No nos dimos cuenta de que el país que se construyó, y por el que apostamos, entre 1988 y el 2018, de una democracia representativa y liberal, ya no existe y estuvimos midiendo la realidad con parámetros que la gente desechó.
No sólo Claudia Sheinbaum tuvo millones de votos más que Xóchitl, también hubo un 40% de la población que no votó, a la que no le interesaba o que pensaron que, efectivamente, la elección era de mero trámite. Subestimamos la capacidad presidencial de convencer a millones de mexicanos no con programas realistas y medidas económicas eficaces y competitivas, sino con emociones, con un cierto revanchismo social, con dinero en efectivo y una prédica constante.
LA DESAPARICIÓN DEL PRD
Recuerdo muy bien cómo una de las primeras crónicas que me tocó realizar para el entonces prestigiado unomásuno fue cubrir el cierre de campaña de Cuauhtémoc Cárdenas en el Zócalo en los comicios de 1988. Fue apoteósico.
En aquellos comicios cubrí también los cierres de Carlos Salinas y de Manuel Clouthier, los dos multitudinarios y los tres con un nivel político que hace mucho no tenemos en nuestras campañas. Pero el cierre de campaña de Cuauhtémoc fue diferente: era el entusiasmo por algo nuevo, por una izquierda que, unida (semanas atrás había resignado su candidatura Heberto Castillo para apoyar a Cárdenas), con una corriente nacionalista revolucionaria del PRI, estaba planteando un futuro distinto y disputando por primera vez el poder.
Meses después de las elecciones nacía el PRD, lastrado desde entonces por una política marcada por la radicalización y la división interna. Sus elecciones de 1994 y 2000 fueron un fracaso, pero en el camino ganaron, en 1997, la Ciudad de México con Cárdenas y en el 2000 con López Obrador. Desde entonces, la división interna, que soportó todavía dos elecciones presidenciales más, las de 2006 y las de 2012, terminó haciendo eclosión con la salida de López Obrador y la creación de Morena, que muy rápido se quedó con casi todas las estructuras de un PRD que no supo o no quiso apostar por un nuevo perfil, buscar opciones, candidatos, personajes nuevos.
La decadencia comenzó ya desde entonces, pero ahora ha sido notable. Le queda alguna mínima esperanza de conservar el registro, pero el PRD, en realidad, ya no existe.
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