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Un retrato en Palacio

 

Pascal Beltrán del Río

Pascal Beltrán del Río

Bitácora del director

 

La historia de las sucesiones presidenciales en México —ha habido 18 de ellas, ya concluidas, en la actual era constitucional, sin contar los tres interinatos— es la historia de las razones que tuvieron hombres y mujeres para buscar el cargo de mayor importancia que otorga la República, así como las de los mandatarios en turno para impulsar o bloquear sus aspiraciones. Sin embargo, es también la historia de cómo se desprendieron del poder —casi siempre a su pesar— aquellos que conquistaron la cima.

La naturaleza de nuestro sistema político, uno de los pocos en América Latina que no contemplan la reelección sucesiva o discontinua, es que una vez que se alcanza la Presidencia empieza a correr una cuenta regresiva que terminará en la soledad y el olvido, cuando no en la denostación y el exilio.         

La concentración de atribuciones legales y metaconstitucionales de los presidentes ha sido la base de que se diga que México asemeja una monarquía. No obstante, en la mayoría de las que existen y han existido, el poder se hereda a la muerte del rey. En el caso de México, dicha herencia se otorga en vida, lo que hace que al mandatario saliente le resten varios años para ver con sus propios ojos cómo se sientan en su trono, cómo usan su corona y cómo gobiernan su imperio. Es decir, todo eso que antes fue suyo y que nunca volverá a serlo.

La pérdida del poder detentado durante seis años ha sido la base de que México sea de las pocas democracias del mundo en los que la mecánica de la transición del poder, contemplada constitucionalmente, no haya sido alterada por magnicidios, guerras civiles o asonadas.

 
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Pero pocas veces se habla del proceso personal que implica perder aquello por lo que tanto se luchó, generalmente por años, para llegar a la Presidencia. Para él, quienes no son presidentes le resultan seres inferiores y, por tanto, dejar el poder implica pasar a esa categoría, en la que vivirá el resto de sus días. Por eso y otras cosas, la sucesión presidencial es el juego más cruel de la política mexicana.

Aunque lo nieguen, buena parte de la energía del presidente en turno se va en diseñar el proceso por el que heredará el poder a quien, más tarde, lo opacará, lo ninguneará y lo condenará al ostracismo.

Conocida es la historia del exmandatario que quiso que su sucesor fuera testigo de honor de la boda de uno de sus hijos y que tuvo que conformarse con que llegara en su lugar el secretario de Gobernación a ofrecer disculpas por su ausencia.

 

 
 
 
 
0El presidente en turno se hace a la idea de que quien lo suceda será el encargado de abrirle la puerta que lo conducirá a la historia. Para ello, siempre contempla a una persona que considera favorita, pero pocas veces ha sido ella quien llega al cargo, ya sea porque hay condiciones supervinientes que impiden al mandatario designar como candidato de su partido a quien él tenía contemplado originalmente o porque el electorado prefirió a alguien distinto.

Incluso, en las pocas ocasiones en que ha salido adelante la primera opción del presidente, éste se ha dado cuenta que no puede quedarse con parte de la herencia política, sino que ésta se deposita, completa, en manos de quien lo sucede.

A Plutarco Elías Calles, el jefe máximo de la Revolución, quien manejó a su antojo dos sucesiones presidenciales, le llegaría finalmente la noticia de que había alguien más poderoso que él cuando llegaron a su casa para recogerlo y depositarlo en pijama en el avión que lo llevó al exilio.

Nuestra República representativa y democrática no tardará en saber si esa regla, que ha permitido la gobernabilidad y la estabilidad política durante los casi 90 años que han pasado desde aquel hecho, sigue siendo vigente o si la presidenta en turno deberá aceptar que hay un poder superior a ella.

También sabrá si se confirma la máxima de que quien se siente predestinado a los libros de Historia acaba siendo objeto de desdén o incluso de burla y repulsa y que debe resignarse a que el único recuerdo que quede de él sea un retrato colgado en una pared de Palacio Nacional.

*Palabras pronunciadas en la presentación del libro Poder y deseo. La sucesión presidencial en México, de José Elías Romero Apis y Pascal Beltrán del Río.