La discusión fue intensa. El desconocimiento, los miedos, reales y míticos, merodeaban. ¿Socios comerciales de EU? Pero si son nuestro enemigo histórico, quieren apropiarse de nuestras riquezas naturales.
Pero la transformación mundial era innegable. Europa, con todos los odios heredados de la II Guerra, había dado los primeros pasos de inmediato. R. Schuman se pronunció en 1950. Junto con J. Monnet y A. de Gasperi, fueron los pioneros. Adenauer y Churchill estaban atrás. De Gaulle desconfió de Inglaterra. Alemania y Francia, con profundas heridas mutuas, sabían de su potencial económico y convocaron al Tratado de París (del carbón y el acero). Italia, los Países Bajos, Bélgica, Luxemburgo, sacudieron sus prioridades nacionales: primero la prosperidad para un área devastada. Nacía otro mundo. Kissinger flirtearía con China. La URSS desaparecería. Caería el Muro.
Pero México siguió atado a lo que Samuel Ramos llamó los “destinos artificiales”, esos que nos inventamos para negar el cambio: sin maíz, no hay país. De la Madrid dio el golpe de timón, corregir el desastroso rumbo del populismo heredado. Déficit del 16%, dependencia brutal del petróleo —85% de las exportaciones— y una economía cerrada. El consumidor no existía en los cálculos. MMH dio el primer paso: el ingreso al GATT. Mantuvo el rumbo: finanzas sanas, frenar la inflación, apertura. Estado regulador, no propietario. Pero había más en la ruta. Salinas de Gortari, rodeado de un grupo de sólidos economistas, hicieron a un lado los miedos. Invocaron las “ventajas comparativas”. México podría convertirse en una potencia media en un plazo razonable.
Hubo resistencias, sobre todo de sectores productivos que sólo sobrevivían en la cerrazón, línea blanca, por ejemplo. La apertura los obligaba a modernizarse o sucumbirían. Hubo de los dos. Pero además del potencial comercial, detrás estaba un andamiaje de acuerdos entre los países —Canadá incluida— que podría fungir como pacto civilizatorio para Norteamérica. Eso entusiasmaba. Pensemos en los paneles de discusión. El TLC, en su versión original, suponía observación cruzada, denuncia de alteraciones comerciales e, implícitamente, libertades políticas y Estado de derecho. ¡Qué falta nos hacían! Pero los miedos no paraban: sólo comeremos hamburguesas de McDonald’s. Nuestra cultura sería devastada. Hoy, el aguacate y la comida mexicana han perforado al norte. Salimos del invernadero cultural.
Treinta años después: primer socio comercial de EU; doceava potencia mundial; 83% del PIB proviene de exportaciones, las principales, automóviles 14.3%; máquinas de procesamiento, 6.7%; autopartes, 6.5%; monitores, proyectores, pantallas, etcétera, manufacturas. Ya no somos un “país petrolero” del que se burlaban muchos en los ochenta. Y vinieron las sorpresas, los agroproductos: aguacate, tomate, cítricos, fresas, bayas, ganado y mucha… cerveza. Creciendo rápidamente: moluscos, ajo, semillas y esporas para siembra, cacahuates, café y hasta cierto trigo. De este lado, decenas de millones de consumidores beneficiados. ¿Qué sería hoy de México sin sus exportaciones?
En 1994, México no apostó a intuiciones. Creyó en la ciencia económica y la transformación ha sido sorprendente. No hubo inversiones compensatorias ni pactos de flujo de migrantes. Allá también había resistencias. Pero hay novedades, el nuevo T-MEC nos obliga a ser verdes, a vigilar más las condiciones laborales y varios añadidos. La producción industrial se modernizó. Los incrementos en productividad se deben, en buena medida, al sector exportador. Produjo más pobres, dicen. Falso, las carencias disminuyeron: salud, vivienda, agua, electricidad, enseres, etcétera. Más de 130 millones de celulares. La pobreza hoy, es muy diferente. La apertura subió los estándares. Pero sin Seguro Popular, más de 50 millones, son ahora nuevos pobres.
Había un proyecto real, hay muchos resultados, por eso hasta la quimera de la 4T, lo ha seguido.
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