El avance del tráfico de opioides parece imparable, capaz de arrastrar a cualquier sistema político al sur del Río Bravo
Autor: Francisco Delgado Rodríguez | Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Necesita activar JavaScript para visualizarla.
El tema del narcotráfico genera interés permanente y, como norma, se asocia exclusivamente a asuntos de seguridad y por su impacto en la salud pública. Sin embargo, también tiene una estrecha relación con la política. Puede y se usa como instrumento de dominación política en nuestra región.
El narcotráfico y su correspondiente secuela de crimen, violencia y desarticulación social, constituye hoy una circunstancia aprovechada por los poderes fácticos y el imperialismo yanqui, para mantener su dominio político en el subcontinente americano.
La propia existencia de la percepción de inseguridad que impone el narcotráfico, provoca una naturalización de métodos autoritarios y sociedades, parcial o totalmente militarizadas, que se legitiman proporcionalmente al agravamiento del clima de terror.
Bajo el estandarte del enfrentamiento al flagelo del comercio de drogas, ee. uu. ha desplegado numerosos recursos militares, incluido bases permanentes, programas de asistencia, asesores, y la no poco ingrata Oficina norteamericana de la Administración para el Control de Drogas (dea) en buena parte del territorio latinoamericano.
En realidad, es poco creíble el supuesto y «noble» interés de la potencia norteña por abatir el narcotráfico, porque, en rigor, los beneficios que este le deja a la plutocracia son notables, más allá de la lógica opacidad de los números para demostrarlo.
Resulta evidente la contradicción entre el rol que ee. uu. dice desempeñar y en paralelo constituir una suerte de gran aspiradora, es decir, el gran mercado de consumo de opioides en el mundo.
En ese país el mercado de drogas se coloca como la segunda industria que más utilidades genera, por encima de la venta de petróleo u otras. El primer puesto, ya sabemos, lo ocupa la comercialización nacional y exportación de armas, que en la práctica actúa usualmente relacionado con el narcotráfico; se retroalimentan mutuamente.
Bajo este impresionante estímulo, al comercio de drogas se le aplican las generales de la ley del sistema capitalista, según las cuales, si un sector o industria da ganancias a los poderes dominantes, por caso el financiero y el complejo militar industrial, inevitablemente, eso tiene un correlato en la vida y en el funcionamiento de la política del país.
Si se sumaran los recursos que, en al menos las últimas cuatro décadas, las autoridades estadounidenses han gastado en enfrentar el narcotráfico, estamos en presencia de la más catastrófica incompetencia, o en rigor, fue siempre una política gatopardista, es decir, simular cambiar algo para no cambiar el todo. Por estas suspicacias, algunos entendidos califican a la famosa dea como el cártel más grande del mundo, con licencia para engañar.
Más recientemente se perfila una nueva realidad, a partir de la evolución dramática de la crisis del fentanilo en ee. uu., que comienza a desplazar a otras drogas, como la cocaína de origen latinoamericano, lo cual eliminaría, en teoría, la justificación para tal presencia militar en la región.
No obstante, por el momento, el enfrentamiento al creciente consumo del fentanilo es más de lo mismo, culpar a terceros. Así está actuando la administración Biden, y, en ocasiones, adquiere ribetes surrealistas, como las propuestas de sectores republicanos que, dado el eventual involucramiento de los cárteles mexicanos en la distribución de la nueva droga, hablan desembozadamente de una intervención militar en México.
EL NARCOTRÁFICO SE EXPANDE DESDE GOBIERNOS CONSERVADORES
Más allá de comportamientos generales –globalizados puede decirse–, el crimen organizado tiene un impacto especial en varios países latinoamericanos; curiosamente su expansión suele coincidir con regímenes encabezados por la derecha.
Puede apelarse a varios ejemplos. Tomemos por caso Ecuador, bajo el mando de ese signo político, desde Lenín Moreno hasta la fecha. ¿Qué pasó en ese tiempo? De casi cero, la incidencia del narcotráfico en la inseguridad ciudadana se multiplicó, interviniendo con la violencia acostumbrada en el último proceso electoral, con el poco velado objetivo de obstaculizar el regreso al gobierno del llamado correísmo. De casi cero, repito, el país se convirtió en ruta obligada hacia el norte, y generó las condiciones para lavar entre 500 y mil millones de dólares al año, resultantes de este rol en el comercio regional, ante la mirada descuidada o una débil respuesta de las autoridades ecuatorianas.
El escándalo asociado a Bernardo Manzano, exministro de Agricultura del Gobierno del presidente Guillermo Lasso, solo expuso ante la opinión pública un entramado extraordinario de negociados turbios, estrechamente asociados al tráfico de opioides.
Ecuador es hoy una vía alternativa a la tradicional de México, aunque con pleno involucramiento de los tristemente célebres cárteles de la droga de este último país, y de mafias de origen europeo, por caso la albanesa, que, se asegura, financió la campaña electoral del expresidente Lasso.
Otro tanto puede apreciarse en el caso de Perú, probablemente el principal exportador de hoja de coca del hemisferio latinoamericano, cuya industria ha tenido un formidable puntal político en el fujimorismo, prácticamente con el Gobierno de la dupla terrible Fujimori/Montesinos, desde al menos los años 90 del pasado siglo. Tiempo después, a Keiko Fujimori, la principal heredera política del déspota, le encontraron un depósito de drogas en un almacén de su propiedad, en 2013; sin embargo, en las últimas elecciones fue la principal oponente al ahora defenestrado presidente Pedro Castillo Terrones.
Desde Centroamérica, es poco lo que puede agregarse que no resulte una obviedad. Basta ver la suerte que corrió el anterior mandatario de Honduras, Juan Orlando Hernández, pendiente de juicio en cortes estadounidenses por encabezar una mafia local de tráfico de narcóticos, utilizando a su país como especie de portaviones, para el trasiego de miles de vuelos con toneladas de cocaína, según los fiscales del caso. Aquí la política se mezcló sobradamente con este problema, no solo por el involucramiento de figuras prominentes de la derecha local, sino porque sirvió, paradójicamente, para justificar la omnipresencia del Comando Sur de ee. uu. en el país, que controla la base de Palmerola, la más grande que el ejército imperial posee fuera del territorio norteamericano en América.
El avance del tráfico de opioides parece imparable, capaz de arrastrar a cualquier sistema político al sur del Río Bravo.
Si alguna duda quedaba al respecto, en las últimas semanas adquirió notoriedad el lamentable aporte que hizo el gobierno de Luis Lacalle Pou, en Uruguay, que pareciera, para quien no conoce a la derecha corrupta uruguaya, un territorio ajeno al problema.
Tras la inesperada renuncia del canciller oriental, Francisco Bustillo, el presidente uruguayo se vio obligado a reorganizar su gabinete, incluido el titular del Interior, acusados como mínimo de tolerancia. Atrás quedaron los tiempos en que el presidente Lacalle hacía gala de una supuesta superioridad política, de portaestandarte de la democracia, protagonizando escenas de condena contra otros gobiernos, como el cubano.
La existencia del fenómeno del narcotráfico en países como México o Brasil, ahora gobernados por fuerzas progresistas y de izquierda, no niega el concepto aquí expuesto sobre el vínculo derecha-narcotráfico; no solo porque lo heredan, sino porque enfrentan el desafío de encarar la dicotomía entre soluciones altamente militarizadas, de derecha, o políticas sociales, lógicamente de más lenta maduración, que dejen sin apoyo popular o mano de obra a las estructuras criminales.
Por otro lado, algunas de las acusaciones contra gobiernos de izquierda, de supuesta cooperación con los narcos, suelen inscribirse en operaciones sicológicas propias de la guerra de baja intensidad, justamente para desacreditarlos, incluso para justificar todo tipo de agresiones fabricadas en Washington.
En todo caso, el razonamiento conduce a que, probablemente, la única salida para que los países latinoamericanos superen esta pesadilla es con gobiernos, con proyectos de izquierda, en los que predominen las políticas que conlleven la mayor justicia social posible.