Pascal Beltrán del Río
Bitácora del director
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EnviarAndrés Manuel López Obrador prefirió pasar a la historia como el primero que designa directamente a un(a) integrante de la Suprema Corte que dotar al Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación de los dos magistrados que faltan en su Sala Superior. Luego de la ruptura del bloque de contención en el Senado, el oficialismo sabía que podía echar mano de los votos de Movimiento Ciudadano para construir la mayoría calificada que permitiera elegir como nueva ministra a alguna de las integrantes de la segunda terna que el mandatario envió después de que las de la primera no alcanzaron consenso.
Sin embargo, esos trece votos tenían precio: el líder de ese partido, Dante Delgado, puso como condición que la Cámara alta designara a los dos magistrados electorales que ocuparían los asientos de José Luis Vargas e Indalfer Infante, cuyos periodos vencieron el 31 de octubre pasado.
A falta de acción por parte de la mayoría senatorial, el pleno del Tribunal ha tenido que trabajar con cinco de sus siete integrantes, algo similar a lo que sucede con el Inai, que actualmente labora con cuatro y requirió de un permiso de la Suprema Corte para sesionar con quórum incompleto.
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La condición de Dante fue rechazada. La pregunta es por qué. Por más que esté contemplado por la Constitución, tener que nombrar directamente a alguien para la Corte resulta nada glamoroso, pues exhibe las dos ternas presidenciales como limitadas y parciales. Y, en efecto, ahora López Obrador tendrá que hacerse cargo de lo que haga y deje de hacer Lenia Batres, la militante de Morena de la que echó mano para cubrir la vacante que dejó Arturo Zaldívar, quien renunció para irse al equipo de campaña de Claudia Sheinbaum.
Por cierto, si una historia semejante hubiese ocurrido en alguno de los sexenios anteriores, los actuales miembros del oficialismo se habrían desgarrado las vestiduras. Lo avalan hoy, porque tal es su hipocresía, sumisión y ansia de poder.
Pero volviendo al Tribunal Electoral, dejarlo en cinco y decidirse por arar con los bueyes que tiene es una decisión por demás reveladora. Tres de esos magistrados se sublevaron contra el presidente del órgano, Reyes Rodríguez Mondragón, y orquestaron un golpe para obligarlo a renunciar, aduciendo una pérdida de confianza que jamás se explicó. Todo quedó en chismes y trascendidos. Si alguna falta grave cometió Rodríguez Mondragón, debió informarse y sancionarse. El hecho es que, después de negarse a dimitir, el presidente se hizo finalmente a un lado, entregando el cargo a su compañera Mónica Soto, quien había sido fotografiada mientras conversaba discretamente con el diputado oficialista Sergio Gutiérrez Luna.
Lo que sucedió es que el oficialismo se hizo de la presidencia del Tribunal Electoral, que calificará la elección presidencial y resolverá las impugnaciones que presenten los partidos políticos. Ahora Soto podrá conducir las sesiones, a partir del 1° de enero y, en caso de que la votación en la Sala Superior esté empatada –cosa que quizá nunca ocurra, pues los magistrados son cinco–, ella tendrá el voto de calidad.
Uno tiene que preguntarse cuál es el temor que tiene el oficialismo para pergeñar tal maniobra. ¿Acaso no repite un día sí y otro también que la elección presidencial ya está decidida, que las encuestas favorecen ampliamente a Sheinbaum?
En una de ésas, las cosas no están tan sencillas como nos quiere hacer creer y va a requerir de una ayudadita en el Tribunal Electoral. En todo caso, poner en duda la credibilidad de ese órgano, fundamental para la buena marcha de la democracia, dejándolo incompleto y arrimado al gobierno, es algo que va a lamentar el país tarde o temprano.
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