Pascal Beltrán del Río
“Si ya no lo va a comprar él, hay una posibilidad de crear una asociación público-privada (…) A la gente le interesaría tener acciones, y otro tanto lo pondría el gobierno para que se tuviese mayoría. Y no hay pierde porque es un negocio redondo”. Así reaccionó ayer el presidente Andrés Manuel López Obrador a la especie que circuló el lunes por la tarde, desmentida poco después, de que Germán Larrea, de Grupo México, ya no estaría interesado en comprar Citibanamex después de la toma de las instalaciones ferroviarias de la empresa en la zona de Coatzacoalcos, anunciada por decreto del Ejecutivo el viernes pasado, y ejecutada por elementos de la Armada la madrugada de ese mismo día.
El mandatario deslizó así la posibilidad de que el gobierno pudiera entrar en la puja por el banco, insinuando, incluso, que con ello Citigroup, el grupo financiero estadunidense que lo puso a la venta, se ahorraría el pago de algunos impuestos. Al decir que la operación no tendría “pierde”, López Obrador probablemente se estaba imaginando que un banco en manos del gobierno se haría de utilidades como las que reportó Citibanamex en 2022, que fueron de 20 mil 436 millones de pesos.
Sin embargo, la experiencia que dejó la etapa de la banca nacionalizada (1982-1992) no permite asumir que el gobierno sea un buen administrador de instituciones de crédito. Entre otros efectos perniciosos de la decisión que tomó el presidente José López Portillo en las postrimerías de su gobierno, la cartera vencida de la banca se duplicó durante aquellos años. Había entonces un chiste –pero quizá sea una anécdota, pues los estados financieros de los bancos estatizados jamás fueron transparentes– que decía que el funcionario público que dirigía Bancomer (hoy BBVA) fue a visitar a su similar de Banamex para quejarse de que tenía 10 mil autos recuperados de sendos clientes que habían incumplido con el financiamiento y que no sabía qué hacer con ellos. “No te preocupes –dijo el director de Banamex–, yo tengo 10 mil casas vacías, ahí los ponemos”.
Pero ése no fue el único problema, pues la bancarización se desplomó. El número de cuentahabientes cayó de 32 millones que había en 1982 (cuando el país tenía 71 millones de habitantes) a 14 millones en 1992 (con una población de 85 millones). Asimismo, la estatización tuvo un efecto contrario al que se propuso en cuanto a la concentración del sector. En La acción del gobierno en la banca estatizada (2008), el investigador Gustavo del Ángel Mobarak, escribe que “uno de los argumentos originales de la expropiación era que la banca era una industria altamente concentrada, inclusive se consideraba que había un oligopolio en el sector”. Sin embargo, agrega, “de 60 bancos que había en 1982, para 1985 quedaban sólo 19”.
Otra característica de esa década fue un incremento del personal. De cerca de 151 mil empleados que tenía en el momento de la nacionalización, la banca llegó a tener 167 mil en 1990, con menos bancos. “Esto afectó su estructura de costos y cambió de manera importante la cultura corporativa”, afirma Del Ángel en su estudio. Hablar de la posibilidad de que el sector público pudiera tener una participación mayoritaria en Banamex, no hace sino traer recuerdos de una decisión arrebatada de López Portillo, cuyos principales resultados fueron una regulación bancaria debilitada y una inconformidad política que se fermentó por tres lustros y culminó con la debacle del PRI y la alternancia en la Presidencia en 2000.
Peor resulta cuando la especulación proviene del propio Presidente de la República y se da en el contexto de decisiones suyas que constituyen una expropiación o al menos coquetean con esa medida. El lunes decía yo aquí que los decretos del jueves y viernes pasados no ayudaban a generar la confianza que requieren quienes buscan invertir en México. Jure usted que los comentarios de ayer, tampoco.
BUSCAPIÉS
“A la Suprema Corte ya la perdimos”, afirmó ayer López Obrador. ¿Pues cuándo fue suya? El diseño constitucional de nuestra República es de tres Poderes, no de uno. Si el Presidente se hizo del control de la Corte y creyó que éste le duraría el resto del sexenio, fue indebido.