Lo sucedido este fin de semana con la enfermedad del presidente López Obrador, que, por tercera ocasión, según la información oficial, fue detectado con covid-19, demuestra la forma en que se maneja la comunicación gubernamental: sin transparencia, con claroscuros, y sin proporcionar realmente información, tratando de ocultarla o adecuarla a sus necesidades de coyuntura.
El presidente López Obrador estaba el domingo en Yucatán cuando se sintió mal. Según el Diario de Yucatán, se desvaneció. Cierto o no, tuvo que suspender la gira que realizaba por el estado y ser trasladado de urgencia a la Ciudad de México, luego de que se le detectó covid. Según dijo hoy en la mañanera el secretario de gobernación, Adán Augusto López, el Presidente se encuentra en Palacio Nacional, recuperándose.
Pero muy poco antes de que se informara de que el Presidente tenía covid, y cuando se había publicado que había tenido un desvanecimiento, el vocero presidencial, Jesús Ramírez, lo negó y dijo que incluso el mandatario continuaba la gira de supervisión del Tren Maya, lo que era falso, porque minutos más tarde, mediante un tuit se informó que el Presidente estaba enfermo, que se suspendía la gira e, incluso, que ya estaba en la Ciudad de México para tratarse.
Desde la mañana cuando el Diario de Yucatán informó del malestar presidencial, sólo tuvimos el desmentido, que resultó falso, de Jesús Ramírez, a las tres de la tarde, cuando ya estaba en la Ciudad de México desde hacía bastante tiempo, se publicó el tuit presidencial, sin mayor información, salvo que tenía covid, y hasta la mañanera de ayer no hubo ninguna otra información oficial. Un vacío de horas que se cubrió, como siempre ocurre, con todo tipo de rumores.
No se entiende que la salud de un mandatario es un asunto de Estado, con López Obrador o con cualquier otro. La sociedad tiene derecho a saber qué salud guarda el hombre o la mujer que tiene en sus manos el control de un gobierno. La enorme mayoría de las dolencias por supuesto que no incapacitan a un mandatario para seguir con esa responsabilidad, pero se debe saber qué le sucede, porque la salud, tanto la capacidad física como la intelectual, es un condicionante tan importante como los conflictos de interés que puede tener un mandatario. Simplemente tenemos que saber si el Presidente ha estado o no consciente, con o sin covid, si está o no en condiciones de tomar decisiones, en caso de que esté incapacitado, aunque sea por unas horas, para ser tratado; por ejemplo, si está intubado, quién es el responsable mientras tanto, y si esa persona está a cargo o no. Son datos básicos que se deben tener en una democracia contemporánea cuando un mandatario está enfermo.
Decir que el Presidente tiene covid en realidad no dice nada. Sabemos que el presidente López Obrador sufre de problemas cardiacos, además de otras dolencias en la espalda. Y ésta es la tercera vez que da positivo a covid-19, algo delicado cuando se tiene alguna enfermedad del corazón, y hace poco más de un año tuvo una intervención cardiaca de la que se informó también poco y en forma tardía: se ocultó hasta que ya había ocurrido que el Presidente se haría un estudio clínico, que en realidad resultó en la implantación de uno o varios stents en el corazón.
No es el único caso de ocultamiento de enfermedades incluso muy graves. Si hay un capítulo que oscureció la gestión de François Mitterrand fue que durante años ocultó, mientras era presidente, que sufría de un cáncer, que finalmente lo llevó a la tumba (también ocultó que tenía una segunda pareja con la que tenía, además, una hija, pero ése es otro tema). Ronald Reagan informó con precisión de sus intervenciones quirúrgicas, pero nunca se informó que el mandatario, durante por lo menos sus dos últimos años de gobierno, ya sufría de Alzheimer y muchas decisiones ya no pasaban por sus manos. Y no hablemos de dictadores como Fidel Castro o Hugo Chávez, cuya salud era tan protegida como un secreto de Estado, que llegaron incluso a adecuar, según informes confiables, la fecha de su muerte a las necesidades de la coyuntura. El presidente López Mateos sufría unas cefaleas que lo dejaban incapacitado por horas, en realidad sufría aneurismas cerebrales que terminaron poco después con su vida, pero durante su mandato jamás se informó de ello.
Cuando estaba a punto de iniciar el proceso de destitución de Richard Nixon, el presidente estaba deprimido, bebía y estaba buena parte del tiempo alcoholizado, y el jefe del Estado Mayor de la Defensa, el secretario de Estado y el de la Defensa, decidieron que no acatarían ninguna orden militar de alto riesgo, si no era aprobada previamente por ellos. Lo mismo sucedió en las últimas semanas de Donald Trump, ante el temor de que un presidente notoriamente desequilibrado por su derrota electoral, podría desencadenar un ataque militar o incluso nuclear para cancelar la transición de poderes.