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Pascal Beltrán del RíoPascal Beltrán del Río                          
Bitácora del director
 
 

Se puede y se vale debatir si el dinero de los contribuyentes está bien gastado en financiar a una agencia de noticias del Estado mexicano.

Lo ideal hubiera sido, en estos tiempos de sobreabundancia de información, que Notimex –fundada en 1968, en el marco de la celebración de los Juegos Olímpicos– encontrara su propio nicho informativo, evitando redundancias respecto de lo que informa una gran cantidad de medios privados.

Pero ésa es ya una discusión estéril porque el gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador ha decidido extinguir la agencia, que ha estado en huelga la mayor parte de este sexenio. “La verdad, nosotros ya no necesitamos una agencia de noticias en el gobierno, eso era de la época de los boletines y de la prensa oficial y oficiosa; ya no hay eso”, expresó el mandatario el viernes pasado en su conferencia, luego de hacer público que se liquidará a los trabajadores de Notimex. “No es algo que nos haga falta como gobierno –abundó–, (pues) tenemos la mañanera”.

Como digo arriba, la existencia de Notimex puede no ser una necesidad, pero el razonamiento del Presidente está plagado de mentiras y medias verdades. Para comenzar, la agencia nunca había vivido una experiencia semejante y si llegó a la huelga –y, ahora, al cierre de su existencia de más de medio siglo– es por la persecución interna que desató la directora designada por esta administración.

Segundo, Notimex no es la agencia “del gobierno”, sino del Estado mexicano y éste es mucho más que la Presidencia de la República.

Tercero, si al mandatario le parece que Notimex era una suerte de reliquia del control gubernamental sobre los medios de comunicación, ¿por qué la mantuvo viva durante cuatro años, y no terminó con ella desde que se inició su periodo, como hizo con tantas cosas, incluido un proyecto de aeropuerto? Y si ése es el problema, pues que pongan sus barbas a remojar el resto de los medios estatales, pues a todos queda muy bien la etiqueta de oficiosos.

Cuarto, el mandatario no es el mejor posicionado para hablar de la libertad de prensa, pues se ha dedicado a combatirla desde que inició su gobierno. Que la mayoría de los medios y periodistas no se haya plegado es otra cosa –de ahí su molestia y las descalificaciones diarias contra reporteros y opinadores–, pero consta públicamente que, para él, periodismo es el que toma partido (por su “transformación”, claro está).

Quinto, se equivoca (por no usar otro verbo) al sostener que la necesidad de información oficial se agota con la mañanera. Para comenzar, porque en esa conferencia es más lo que se pontifica que lo que se informa. Es un espacio –no un medio de comunicación– en el que dice lo que se le antoja y se le ocurre en el momento, lo cual no equivale a lo que la gente necesita saber.

La mañanera es, además, el acto quintaesencial del gobierno. Si se prohibiera, como han exigido algunos –cosa que no va a ocurrir–, el Presidente tendría que buscar con qué llenar ese tiempo. Y, a juzgar, por las pocas actividades públicas que tiene su agenda vespertina, eso quizá no sea tan fácil.

E incluso si se quiere ver a la conferencia como un acto meramente comunicativo, es más una fuente de desinformación que registro de datos duros.

Hay quien lleva mucho mejor la cuenta que yo, pero la cantidad de dichos no comprobables que se difunden de lunes a viernes desde el Salón Tesorería bien podría llenar una biblioteca. Repetiré uno del que ya me he ocupado: el Presidente dijo, hace dos años y medio (21 de octubre de 2020), que daría las pruebas de que los fondos y fideicomisos de los que se apropió su gobierno habían sido un terreno de malversaciones y corrupción, y que “en diez días” presentaría las respectivas denuncias ante la Fiscalía General de la República. Eso no ha sucedido.

López Obrador es un comunicador político hábil, pero no por ello debe pretender que la única voz que se escuche en el país sea la suya o que puede actuar como el gran jefe de redacción de la República, con derecho a establecer qué se conoce y qué se opina.