Federico Reyes Heroles
Sextante
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Enviar“Yo la he llamado necrofilia”. Escribió Erich Fromm, uno de los pilares del psicoanálisis. “En mi libro El corazón del hombre puede verse una explicación… es en realidad una patología grave”. “Atracción por la muerte o por alguno de sus aspectos”, nos dice la RAE. Existe, y es una depravación extraña.
En esta preocupante primavera adelantada, en la cual hasta las jacarandas parecieran estar “borrachas de sol”, con floraciones a destiempo y polinizadores en crisis, el impulso es totalmente el contrario. Lo que brota es el amor a la vida. Se le llama biofilia, y fue Fromm el primero en usarla: “…creo que en el hombre hay también otras pasiones: la pasión de amar, la pasión del interés por el mundo: todo lo que se llama ‘eros’; el interés no sólo por las personas, sino también por la naturaleza, el interés por la realidad, el gusto de pensar y todos los intereses artísticos”. Fromm moriría en 1980.
Sería Edward O. Wilson –uno de los mayores biólogos de nuestro tiempo– quien desarrollaría el concepto. Wilson abrió una fantástica línea de investigación sobre las diferentes vertientes del amor por la vida. Pero no es genético, ni está garantizada. La necrofilia merodea. Las diferencias culturales son abismales. En algunas sociedades hay creciente veneración por la vida, ha modificado hábitos y costumbres que, a decir de Proust, pueden ser verdaderos lastres del ser humano. En otras, en contraste, hay un desprecio por la vida en todas sus manifestaciones. México es una de ellas. “No vale nada la vida, la vida no vale nada”, reza la popular letra de J. A. Jiménez que delata una actitud, suena a valentía, pero encierra una terrible justificación de nuestras atrocidades. Algunos termómetros son muy útiles: el trato a la infancia, el trato a los adultos mayores, a los viejos y, por supuesto, a los enfermos. También, el respeto a la flora y la fauna es un excelente indicador. Allí nuestra realidad estremece.
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