Falta poco para conocer los veredictos del jurado sobre los cinco cargos que enfrenta Genaro García Luna en una corte estadunidense, cuatro de los cuales tienen que ver con el narcotráfico.
De ser encontrado culpable y permanecer en prisión, el exsecretario de Seguridad Pública se convertirá en uno de los poco más de 13 mil mexicanos condenados a una pena privativa de libertad en cárceles de Estados Unidos.
La conclusión del proceso no representará gran cosa para los mexicanos de a pie. Nuestro país no será menos corrupto ni menos violento ni más justo ni más seguro si García Luna es responsabilizado de las acusaciones en su contra o si resulta exonerado o si la decisión del jurado no es unánime.
En cualquier caso, el resultado será relevante para Estados Unidos, país que lo detuvo y lo sometió a proceso presuntamente por haber violado sus leyes, no las nuestras. Culpable o absuelto, habrá prevalecido allá el debido proceso.
En México, el veredicto sólo importará realmente a quien pueda sacar provecho político de él. Para el presidente Andrés Manuel López Obrador, una sentencia contra García Luna le permitirá intensificar su guerra con Felipe Calderón. Si es declarado inocente, la oposición celebrará que al tabasqueño se le haya cebado el cohete.
Para la mayoría de los mexicanos, no significará cambio alguno en su vida. Ni siquiera ha aprendido más de lo que ya sabía sobre el crimen organizado. Este juicio ha sido, si acaso, un recordatorio de que hay países con menores tasas de impunidad que el suyo.
De acuerdo con el Índice Global de Impunidad, elaborado por la Universidad de las Américas Puebla, México aparecía, en 2020, en el lugar 60 de 69 naciones analizadas. Estados Unidos era el número 38. En primer lugar estaba Eslovenia y en segundo, Croacia.
Sin duda ha sido didáctico observar el juicio en Nueva York. Nos ha permitido ver en acción el debido proceso: fiscales que buscan testimonios que puedan incriminar al acusado y defensores que echan mano de argumentos para desacreditar la imputación.
Como conductor del juicio y guardián de la ley, el juez. No conozco suficientes casos para decir que éste ha sido más duro o más laxo que otros, pero se puede decir objetivamente que Brian Cogan ha procurado que no se pierda el tiempo dando vueltas en torno de alegatos sin sustancia y ha buscado que los miembros del jurado tengan el panorama más claro posible para poder emitir su veredicto.
La existencia del jurado, ese grupo de ciudadanos estadunidenses que poco o nada saben de la ley y menos aún del tema en torno del que está siendo juzgado García Luna, puede parecer exótica, pero basta hurgar un poco en la historia para saber que, durante seis décadas, entre 1869 y 1929, la Ciudad de México tuvo juicios con jurado popular.
Dicho sistema sobrevivió al Porfiriato y a la Revolución Mexicana. Dio lugar a grandes oradores y estrategas legales, como Federico Sodi y Querido Moheno, quienes realizaban apasionadas defensas de sus representados.
Uno de los más célebres de entre esos juicios –que le relaté aquí hace unos meses, en ocasión de su centenario– fue la exoneración de María del Pilar Moreno, la adolescente que mató al asesino de su padre, el senador electo Francisco Tejeda Llorca.
En 1925, el presidente Plutarco Elías Calles convocó a una comisión para realizar una reforma judicial. El grupo, en el que destacaba el jurista Antonio Ramos Pedrueza, recomendó extinguir los juicios por jurado pues consideró que éstos habían absuelto a individuos que eran claramente responsables de los delitos que se les imputaba.
El último de ellos terminó el 15 de diciembre de 1929 con la exoneración de María Teresa Landa Ríos, a quien se conoció popularmente como La Viuda Negra por haber matado a su marido, el general Moisés Vidal Corro, luego de descubrir en un periódico que estaba también casado con otra mujer.
Casi un siglo después, una parte de México está atento a lo que decidirá un jurado en otro país; viendo, de lejos, cómo se imparte la justicia. Como un niño hambriento asomado por la ventana de un restaurante.