Pascal Beltrán del Río
Bitácora del director
Por qué chocó un tren de la Línea 3 del Metro? ¿Quién plagió la tesis de quién en la UNAM? ¿Cuánto ha costado la construcción de la refinería de Dos Bocas? ¿Ya terminó el desabasto de medicamentos en el sector salud y por qué ocurrió? ¿Quién quiso matar al periodista Ciro Gómez Leyva y por qué?
Preguntas así deberían tener una respuesta inequívoca y relativamente sencilla. A mí me las plantean con frecuencia y a veces, fuera de aportar algunos elementos informativos que son de mi conocimiento, termino por aceptar que no sé.
El problema es que la verdad se ha vuelto un elemento incómodo de nuestra vida pública. Comenzando por la máxima autoridad del país, a la verdad se le evita y se le sustituye por la opinión. Cuando cada quien tiene sus propios datos, con base en lo que piensa o siente o le late, la certeza sale sobrando. Cuando eso lo hace el Presidente, en la República termina por reinar la confusión. Y ésta casi siempre tiene dueño.
Los maestros del periodismo nos han enseñado que reportero es el que sabe o desconoce algo, no el que opina, piensa o considera. Por eso, este oficio tiene por obligación buscar la verdad.
“La única causa de un periodista ha de ser la verdad”, escribe mi colega Antonio Caño, exdirector del diario español El País, en su nuevo libro Digan la verdad. “No sé si existe la objetividad –agrega–, pero sí creo que existe una forma objetiva de aproximarse a los hechos, que consiste en contarlos sin retorcerlos hasta que se ajusten a nuestras convicciones. Y sí creo que existe la verdad, una verdad; cada periodista sabe en conciencia dónde está y sólo a esa conciencia cabe apelar para resolver este difícil asunto”.
Caño fue víctima de esa búsqueda de la verdad, que resultó tan incómoda para el gobierno del presidente Pedro Sánchez, que terminó en el despido del experimentado periodista andaluz.
Observar esa máxima es especialmente necesario en la medida en que crece a raudales la cantidad de personas dispuestas a creer lo que se les ocurra, lo que les cuentan o les venga en gana, a menudo alentadas por demagogos que tienen la osadía de llamar “verdad” a lo que claramente es mentira o producto de su desconocimiento, y “mentira” a lo que no les gusta o no les conviene.
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En la mitología griega, Prometeo –el titán amigo de los mortales– es incapaz de distinguir entre dos esculturas de Alétheia (la verdad): la original, que él había terminado y dejó secando, y la copia que, aprovechando su ausencia, moldeó Dolos, su ayudante, uno de los espíritus que había escapado de la Caja de Pandora y que desde entonces habitaba entre los hombres.
La única diferencia entre las dos obras, y que el jefe del taller no notó, es la ausencia de pies. Al aprendiz no le había alcanzado el barro para terminar su escultura. Por eso los antiguos griegos decían que cuando la verdad tenía que competir con la mentira, aquélla siempre salía adelante, porque podía sostenerse y caminar.
Ojalá que así sea, que en última instancia siempre prevalezca la verdad. Porque una sociedad de derechos, regida por la justicia, es imposible de construir con el cemento de la mentira.
Y que no se extrañen los desinformadores si al rato nadie quiere creerles nada, incluso en los pocos casos en que nos digan la verdad.
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