Hay una palabra que Andrés Manuel López Obrador aborrece y lo saca de sus casillas. No se trata del término “conservador”, “fantoche”, fifí, “pirrurris” ni “clasemediero”. Tampoco (Felipe) Calderón, Salinas o el apellido de cualquiera de los periodistas a los que critica en su mañanera.
La palabra que más le molesta al mandatario es desafío. Acostumbrado a que sus funcionarios y aplaudidores, morenistas y adoradores le digan lo que quiere escuchar, no soporta que nadie le lleve la contraria, o, mucho peor, lo desafié. Cualquiera que diga una cosa distinta a “sí, señor Presidente” o “sí se puede, señor Presidente” es considerado como un sacrílego. Los diez mandamientos del inquilino de Palacio Nacional son: amarás y adorarás al Presidente sobre todas las cosas, honrarás su nombre con lealtad incondicional, obedecerás, no razonarás, no protestarás, no rezongarás, no te quejarás, no te lamentarás, no te rebelarás y, sobre todas las cosas, no desafiaras al amadísimo jefe.
Así que cuando alguien comete el pecado de desafiarlo, el tabasqueño se trastorna. Si es alguien cercano le quita su manto protector y lo expulsa del paraíso gubernamental; si es una persona lejana le echa al Estado encima, no sin antes someterla al escarnio público y apuntarla en su libretita de los rencores.
Para su desgracia, conforme se acerca el fin de su administración, propios y extraños agarran el valor para desafiarlo. El 13 de noviembre del año pasado, miles de ciudadanos lo enfrentaron y se opusieron a su intento de desaparecer al INE. Eso no lo pudo superar y por eso organizó su AMLOfest. ¿Cómo osaba la sociedad civil semejante provocación? ¿Quiénes eran los ciudadanos para oponerse a sus intereses?
A partir de entonces, más de una institución le ha plantado cara. En diciembre fue elegido Guillermo Valls como el nuevo presidente del Tribunal Federal de Justicia Administrativa. No, definitivamente no era a quién estaban impulsando desde Palacio Nacional. En la Suprema Corte de Justicia, los ministros lo desafiaron al nombrar a Norma Piña como presidenta del máximo tribunal y no a su preferida e incondicional, Yasmín Esquivel, ahora tristemente conocida como la ministra pirata.
La semana pasada quien lo desafió públicamente fue el ahora exsubsecretario de Seguridad, Ricardo Mejía. Su renuncia para irse a contender como candidato del PT y PVEM a Coahuila lo dejó fuera de balance. No se la esperaba, tanto que un día habló maravillas del coahuilense: “Él va a seguir ayudándonos en esto y, con mucha responsabilidad, con mucha madurez… Entonces, es un ejemplo Ricardo”, pero, al otro, se quejaba de que ni las gracias había dado.
Cuando alguien reta al mandatario sabe que puede ser perseguido por la UIF, el SAT o la FGR o, simplemente lo pueden aislar o hacerle la vida imposible. Es por eso que muchos terminan reculando. Esto le ha sucedido al senador Ricardo Monreal, que pese a ser un morenista que tiene un discurso desafiante, en la hora cero termina cediendo y operando para el Ejecutivo.
Eso también le pasó al rector de la UNAM, Enrique Graue, que no pudo con el desafío que le lanzó López Obrador para retirarle a Esquivel el título y el viernes terminó dando una conferencia de prensa en la que nuevamente mostró una posición tibia, que deja a la universidad muy mal parada. Ese será el legado por el que se le recordará en su paso por la máxima casa de estudios.
A los únicos que el Presidente ha permitido que lo desafíen es al crimen organizado. Para ellos siempre tiene la palabra amable, la sonrisa cálida y la intención de proteger sus derechos humanos. Ellos sí pueden oponerse una y otra vez al gobierno y, ahí sí, no pasa nada.