Se tiene la impresión equivocada de que el desempeño de las llamadas corcholatas en sus respectivos cargos públicos será determinante para asegurar la candidatura del oficialismo en 2024.
Lo cierto es que Marcelo Ebrard, Adán Augusto López Hernández y Claudia Sheinbaum pueden tener todo el éxito o el fracaso que se quiera, pero lo único que importará al final es su fidelidad con Andrés Manuel López Obrador. O, mejor dicho, la percepción del Presidente de que son y serán leales con él.
Por eso, es poco relevante para la definición de dicha candidatura que el Metro capitalino sea un desastre; o que la Suprema Corte no haya elegido como su titular a quien López Obrador quería; o que la iniciativa del tabasqueño de integrar a los países del continente americano de una manera que emule a la Unión Europea no haya tenido mayor eco en la Cumbre de Líderes de América del Norte.
En un ambiente político normal, la jefa de Gobierno capitalina, el secretario de Gobernación y el canciller pagarían a cargo de sus ambiciones futuras el costo de su ineficacia, pero no en el México de la autodenominada Cuarta Transformación.
Acá, los subalternos del Presidente pueden cometer cualquier error menos el de que pensar que su futuro en el movimiento lopezobradorista depende de ellos mismos. Bastante claro les han dejado que la decisión de quién competirá por el lado del oficialismo –por más que se disfrace de encuesta– será de López Obrador y de nadie más.
Y el mandatario no se ha cansado de decir que el próximo sexenio será para sacar adelante lo que él, por angas o por mangas, no haya podido hacer.
A su sucesor, cree López Obrador, no le quedará de otra que continuar con su obra. “Todo lo estamos dejando ya bien amarrado, llegue quien llegue”, afirmó en julio pasado, al inaugurar una sucursal del Banco del Bienestar en Chiapas.
Difícil posición para las corcholatas, porque lo que tienen que hacer para alcanzar la candidatura –mantener a toda costa su sintonía con López Obrador– puede no alcanzarles para ganar la Presidencia de la República, pues en la campaña electoral los votantes medirán a la corcholata destapada por muchos más motivos que su cercanía con Palacio Nacional.
Por ahora, lo único que pueden hacer, fuera de proclamar su fidelidad con el Presidente, es tratar de incrementar su visibilidad entre la ciudadanía, mediante videos en TikTok o anuncios panorámicos. De divulgar sus propias ideas, ni hablar.
La carrera por la candidatura de Morena y sus aliados no es un concurso de simpatía ni un examen de conocimientos sino una prueba de subordinación.
López Obrador parece estar convencido de que él logrará, con su popularidad y nada más, convencer a la mayoría del electorado de llevar a la Presidencia al abanderado o abanderada de su movimiento. Y que, con ello, la corcholata que él decida destapar no sólo le deberá la postulación, sino también su triunfo en las urnas.
Desde luego, es lógico pensar que, una vez sentado en la silla, el sucesor o sucesora ninguna cuenta tendrá que rendirle al expresidente. Ésa ha sido la naturaleza del poder en México desde que Lázaro Cárdenas mandó al destierro a Plutarco Elías Calles. Sin embargo, en el camino a la elección, López Obrador tendrá mucho margen para intentar entregar la banda a alguien a su imagen y semejanza, que le asegure, así sea de arranque, que su proyecto no se verá cercenado. Recordemos que en el gabinete con el que Cárdenas inició su sexenio estaba plagado de callistas, entre ellos un hijo del Jefe Máximo.
Así pues, no vale la pena distraerse con lo que hagan por su cuenta las corcholatas. Con que todos los días reciten el credo del lopezobradorismo y hagan fe de la lealtad que tienen a su “hermano” el Presidente, seguirán en la jugada.