Cuatro cargos contra Donald Trump: obstrucción de un procedimiento oficial, conspiración para defraudar a Estados Unidos, conspiración para hacer una declaración falsa e incitar, asistir o ayudar a una insurrección. Todas sugerencias que hace el comité legislativo encargado de investigar el asalto al Capitolio en 2020. El republicano, desde luego, saltó de inmediato y afirmó que todo se trataba de un intento para descarrilar su intención de regresar a la Casa Blanca en 2024. Aunque las imágenes de ese 6 de enero de hace casi tres años no dan fe de un Trump ordenando a seguidores entrar armados al recinto, tirar puertas y ventanas, sí dejan registro de varias de sus expresiones: “Caminaremos hasta el Capitolio y vitorearemos a nuestros valientes senadores y congresistas…”, “caminaremos y estaré allí con ustedes…”, o su llamado a “luchar como demonios…”, todas quedan abiertas a la interpretación. Y es justo ahí en donde surge un fenómeno que, con el paso de los años, y con la aparición de personajes como el empresario, se han convertido en objeto de estudio: el terrorismo estocástico.
Lo que une a los integrantes de la turba que irrumpió en el Capitolio con, por ejemplo, el hombre que entró hace seis semanas a la casa de Nancy Pelosi, es justo la escucha de un discurso que se alimenta con el tiempo. Trump no aceptó su derrota electoral, se encargó de incendiar el ánimo de sus seguidores hasta el día en que se certificaría la victoria de Joe Biden. No lo escuchamos decir “irrumpan y ataquen”, pero sí que lucharan como demonios por su país. Dave DePape quería romper las rodillas de Pelosi, según él mismo lo contó. Detalló que identificaba a la demócrata como la “líder de la manada de mentiras” de su partido, una afrenta para él, seguidor de Trump que encontró en el discurso del republicano el combustible necesario para exacerbar sus mensajes racistas y conspirativos.
Eso es el terrorismo estocástico: discursos hechos desde el poder que, sin ser textuales, terminan por inspirar a otros a cometer actos de violencia. Deshumanizando y demonizando a personas en particular o a grupos de personas aumentan las probabilidades de provocar que los discursos de odio ideológicamente orientados puedan generar violencia y ataques imprevistos contra los objetos de dichas arengas.
En México, sistemáticamente escuchamos a Andrés Manuel López Obrador lanzarse contra los periodistas. El viernes, horas después del atentado a Ciro Gómez Leyva, subrayó que, afortunadamente, no había pasado una tragedia. Sin embargo, el lunes volvió a la carga al denostar el trabajo de la prensa, ésa que cuestiona, ésa que no le resulta cómoda. La que sufre acoso en las calles de parte de sus seguidores, que escuchan el nombre de personajes como Denise Dresser en la mañanera y, al encontrarse con ella, la insultan y persiguen. Incluso el lunes, López Obrador acusó a Ciro de ser parte de un grupo de voceros del conservadurismo.
Este martes el Presidente insistió en que el ataque del jueves por la noche pudo ser orquestado con la intención de desestabilizar a su gobierno, porque no importa lo que pase, sólo importa su movimiento. López Obrador se atrevió a usar la palabra “autoatentado”, pero en su discurso pasa por alto el alcance de los comentarios que hace de manera sistemática sobre la prensa en sus conferencias en Palacio Nacional.
Ya hemos visto tragedias, como en el Capitolio o el ataque al esposo de Pelosi. Esos líderes que ejercen, con o sin conciencia, el llamado terrorismo estocástico, no tienen que dar la orden, pero basta con que expresen pensamientos polarizantes para que alguien lo entienda como llamado a la acción.
Ya se lo pidió la ONU: Presidente, los periodistas necesitamos protección, no ataques de las autoridades, no darla no sólo contribuye a la autocensura, sino que fomenta la violencia contra los medios. Presidente, por favor, deténgase. Porque su palabra puede ser llamado a la acción para muchos. Que su palabra no sea gatillo, Presidente