Jueves, Noviembre 28, 2024
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Cuando la ley electoral se reforma para acabar con la democracia

 

Pascal Beltrán del RíoPascal Beltrán del Río           
Bitácora del director
 
 

En un lapso de cuatro años, desde su Marcha sobre Roma (octubre de 1922) hasta la implementación de las “leyes fascistísimas” (que concluyó en noviembre de 1926), Benito Mussolini pasó de cumplir el papel tradicional de Presidente del Consejo (primer ministro), al frente de una coalición parlamentaria, a convertirse en dictador, poniendo en pie una nueva organización del Estado, queriendo aparecer como una tercera vía entre la democracia liberal y el comunismo, relata Philippe Foro, en su obra L’Italie fasciste (2016).

 

Clave en ese proceso fue la reforma de la ley electoral vigente desde 1919, aprobada durante el llamado Bienio Rojo, un periodo revolucionario que siguió a la Primera Guerra Mundial, marcado por manifestaciones y huelgas.

Mussolini inauguró su gobierno el 31 de octubre de 1922, pero su grupo carecía de fuerza suficiente en el Parlamento. Entonces, el 4 de junio de 1923 presentó un proyecto de ley electoral para asegurar una mayoría a su partido mediante una cláusula de gobernabilidad. La iniciativa, redactada por el diputado Giacomo Acerbo, secretario de Estado, otorgaba dos tercios de los escaños al partido que obtuviese la primera mayoría, a partir de 25% de los votos.

Mediante una celeridad desconocida en el parlamentarismo italiano, el proyecto fue sometido al pleno, que lo aprobó por 223 votos contra 123. A pesar de que el Partido Nacional Fascista sólo contaba con 36 diputados y diez aliados nacionalistas, Mussolini consiguió el apoyo de otras fuerzas políticas, como el Partido Popular Italiano. Rechazaron la ley los diputados de grupos socialistas, comunistas y de la izquierda liberal.

La reforma entró en vigor el 18 de noviembre de 1923, luego de su aprobación por parte del Senado. La propaganda fascista presentó la reforma como un mecanismo democrático, afirmando que la ley aseguraba un tercio de los escaños de la Cámara de Diputados a los partidos minoritarios. 

 
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En un discurso en el Parlamento, el 16 de julio de 1923, en el que defendió el proyecto –“elaborado mayoritariamente por mí”–, el aún primer ministro Mussolini advirtió a los demás partidos que no habría cambios en la iniciativa. “El gobierno no acepta condiciones”, afirmó. “O le dan su confianza o se la niegan”. 

Y agregó: “No dejen que el país se quede nuevamente con la impresión de que el Parlamento se encuentra lejos del alma de la nación (…) ¡Escuchen su voz incoercible!”. Tres horas después, la Cámara de Diputados aprobó la Ley Acerbo sin cambios. 

¿Cuál fue el resultado de la nueva ley electoral? En los comicios generales del 6 de abril de 1924, la Lista Nazionale, también conocida como la Listone –integrada por fascistas y nacionalistas– consiguió 65% de los votos, lo cual se tradujo en la obtención de 375 de los 535 asientos en el Parlamento.

Fue la única elección en la que se utilizó esa ley electoral. Convertida Italia en un Estado de partido único, en 1926, la legislación se volvió obsoleta. En 1928, el Parlamento, purgado de toda oposición real, aprobó una nueva ley electoral, conocida como Ley Rocco, por el nombre de su promotor, el diputado Alfredo Rocco, ministro de Justicia. La nueva legislación transformó las elecciones en plebiscito, con una lista única de candidatos aprobada por el Gran Consiglio del Fascismo e integrada sólo por miembros del Partido Fascista y organizaciones afines.

En conclusión, el régimen de Mussolini maniobró mediante una reforma electoral –que, según el Duce, tenía el apoyo del pueblo italiano– para acabar con la democracia en ese país. Los legisladores que la apoyaron actuaron por fanatismo, unos, y, por presión, otros. El propio Giacomo Acerbo, quien propuso la ley, terminó distanciado del dictador y perseguido por su régimen.

La historia nos muestra que hay que desconfiar de quienes usan la mayoría o la fuerza para imponer reformas a su antojo en materia electoral, con el pretexto de ampliar o fortalecer la democracia, sin tomar en cuenta que la legitimación de las elecciones la otorgan las minorías.