“Cretinos, corruptazos, rateros” son algunos de los adjetivos que por tercer día consecutivo un muy alterado presidente López Obrador endilgó a quienes convocan el domingo a una marcha al Zócalo para defender la integridad del Instituto Nacional Electoral y oponerse a la contrarreforma que en ese ámbito quiere imponer el Ejecutivo.
No sé por qué el Presidente está tan enojado, si porque ese día es su cumpleaños y no lo podrá festejar en la Plaza de la Constitución o si es porque resulta evidente que no tendrá los votos, ni en diputados ni en senadores, para imponer esa reforma que, además, su partido no está dispuesto a negociar. Como ocurrió con el presupuesto y antes con la fracasada reforma energética, el Ejecutivo federal quiere que sus iniciativas se aprueben sin moverles ni una coma.
Como ya hemos dicho, hay muchos temas electorales que podrían ser revisados. Sigo pensando que ninguno sería más importante que tener una segunda vuelta, algo que, salvo el PAN, nadie ha propuesto y que realmente daría mucha estabilidad al sistema. También se puede reducir el costo de las elecciones, tanto en términos organizativos para el INE, vía la reducción de sus atribuciones y responsabilidades, simplificando nuestro muy complejo sistema electoral, pero, sobre todo, lo que se tendría que reducir es el financiamiento a los partidos, lo mismo que la enorme cantidad de tiempos regalados de radio y televisión.
Se podría avanzar, los recursos ya existen, en el voto electrónico y quizá también descentralizar algunas funciones que cumple hoy el INE. No me queda claro que sea benéfico reducir el número de diputados y senadores, sobre todo si no se respeta la proporcionalidad en la representación. Sí quitaría la sobrerrepresentación, incluyendo la cláusula de gobernabilidad de 8%, que es anacrónica. Se tendría que avanzar también en la reglamentación clara de los gobiernos de coalición (lo que tendría que ir de la mano con la segunda vuelta).
Pero el problema es que no se quiere avanzar en estas reformas: el eje del gobierno federal sigue siendo la transformación del INE y del Tribunal Electoral a través de mecanismos que le darían claramente el control de los mismos al oficialismo y, además, hacerlo a año y medio de los próximos comicios. En realidad, lo que quiere el gobierno federal es un cambio de la estructura política del país, no una reforma electoral, porque mete en el mismo paquete desde la integración del Congreso hasta los mecanismos de representación. Una reforma de ese tipo no es viable cuando se está en el último tramo de una administración y hacerlo además sin consensos amplios.
Porque, además, todo se asienta en falacias evidentes: no es verdad que las nuestras, siendo caras por las imposiciones y candados que han puesto los partidos, en forma destacada el lopezobradorismo cuando era oposición, son las elecciones más caras del mundo. No es verdad que las elecciones en México son fraudulentas: hemos tenido elecciones, sobre todo en el ámbito federal, limpias y que han permitido una altísima alternancia en lo federal y lo local. Entre los rencores acumulados del Presidente está la derrota de 2006, pero en esos comicios perdió y no ha podido demostrar que hubo fraude. López Obrador fue uno de los defensores de la reforma electoral que se realizó durante el gobierno de Zedillo, cuando él era presidente del PRD, y la de 2007 se hizo, básicamente, para cubrir sus reclamos de 2006: de allí surgieron muchos de los candados que aumentaron dramáticamente las responsabilidades y atribuciones del INE (entonces IFE), los recursos para los partidos y el costo de las elecciones. Allí también se incrementó el número de diputados y senadores.
Todo es perfectible, pero estoy convencido de que el INE debe ser protegido y preservado y, en ese sentido, la marcha del domingo próximo no sólo es útil, sino también importante para evitar ese retroceso democrático.
CONSERVADORES Y LIBERALES
Asombra el rencor presidencial contra quien no sea un incondicional de sus convicciones personales. La distancia del presidente López Obrador con Enrique Krauze o con Héctor Aguilar Camín es comprensible y añeja, pero eso no debería ser motivo para que se ignoren los talentos de uno u otro, reconocidos dentro y fuera de México. Que el Presidente haya decidido ensañarse con un hombre de izquierda de toda la vida, al que ahora califica de teórico de los conservadores, como Roger Bartra, es incomprensible: Bartra ya era un referente de la izquierda en este país cuando López Obrador era presidente del PRI en Tabasco y componía el himno del tricolor. Juan Villoro es uno de nuestros grandes cronistas y escritores, no veo por qué diablos tendría que estar de acuerdo con el Presidente para refrendar esa categoría.
Hoy, defender dictaduras como la cubana, regímenes como el de Maduro en Venezuela o al de Daniel Ortega en Nicaragua es ser conservador, coincidir con Trump, conservador, tanto como lo es tratar de congraciarse con Putin y no condenar claramente la invasión a Ucrania. Rechazar los organismos autónomos o plurales, regresar al nacionalismo y no asumir la globalización, ser intolerante es ser conservador.