La militarización de la seguridad pública representa el fracaso de los gobiernos civiles para construir una policía eficiente que garantice el derecho de los mexicanos a vivir sin miedo. Lo mismo aplica para la justicia, que asume formas cada vez más alejadas de la civilidad y los derechos humanos, como la prisión oficiosa, sin haberse despojado de las peores prácticas de la tortura y la desaparición que prevalecen desde el antiguo régimen.
El gobierno de la 4T finalmente ha dado un paso más para adscribir a la Guardia Nacional a la Sedena y la Corte perfila mantener la prisión automática, aunque ambas sean inconstitucionales. El argumento, al final, es que la militarización es inevitable dada la profundidad del problema de inseguridad que crearon los gobiernos anteriores. Ésa es la justificación del presidente López Obrador al aceptar haber cambiado de opinión respecto al regreso de los militares a los cuarteles en 2024, como establece un transitorio de la Ley de la Guardia Nacional aprobada en 2019.
Su aceptación es un reconocimiento de la capitulación de las instituciones de seguridad civiles frente a las Fuerzas Armadas, que ahora se dirige a su legalización con la nueva reforma para poner la Policía bajo el control del Ejército y aplazar su regreso a los cuarteles hasta 2028. Pero éste no es un resultado adverso e inesperado, la apuesta por la militarización ha sido consistente desde 2006 con el gobierno de Calderón y acaba imponiéndose por vía de los hechos, ¿o es que acaso alguien respaldaría que se vayan y dejen el país en manos del crimen?, como desafía la iniciativa del PRI para prorrogar su mandato en seguridad hasta 2028. Vale recordar que vamos para dos décadas con creciente intervención de las Fuerzas Armadas en seguridad, por lo que el desenlace tampoco es sorprendente.
La reforma de la 4T tiene el mérito de exhibir la trampa sobre la “excepcionalidad” del encargo de la seguridad al Ejército que mantuvieron los últimos dos gobiernos y éste por el costo político de abrir una discusión pública y abierta del cambio del modelo policial. No por ello la consolidación de la policía militar deja de ser un duro golpe a los esfuerzos civilistas de edificar instituciones democráticas, como la reforma penal de 2008, para un nuevo sistema de justicia, la de derechos humanos de 2011 y 27 años de construcción del Sistema Nacional de Seguridad Pública. Si en algo se sustenta el modelo militarista de la 4T, es en el “fracaso histórico” de los proyectos para modernizar a la Policía —para citar a Lorenzo Meyer—, aunque también hay que señalar que hay evidencia de que su intervención tampoco ha servido para detener la violencia.
Su triunfo sobre las estructuras civiles puede ser, sin embargo, una “manzana envenenada” para el Ejército, en varios sentidos. Primero, porque la estrategia jurídica del Presidente para la reforma con leyes secundarias sobre la “moratoria constitucional” de la oposición deja un cuadro jurídico confrontado con la Constitución. El manto legal que le ofrece al Ejército es fácilmente impugnable o reversible por el próximo gobierno. Y, segundo, la ampliación de la “excepcionalidad” del Ejército en las calles hasta 2028 trasciende el sexenio y compromete al próximo gobierno.
Pero ninguno de esos dos problemas preocupa al Presidente ni al Ejército, a pesar de que ha exigido reiteradamente un marco legal que proteja su actuación en seguridad pública. La confianza de ambos parece descansar en que la reforma es parte de un proyecto político más amplio que apuesta por lograr la continuidad los próximos años a través de un pacto con ellos. En efecto, la estrategia del Presidente para asegurar su “transformación” pasa por incorporar a la cúpula del Ejército como nuevo actor en la sucesión con al menos capacidad de veto sobre la nominación. Si como señalan las encuestas, se impone Morena en las urnas, el próximo Presidente les deberá su apoyo y, además, tendrá que contar con ellos como soporte de la paz social y la estabilidad en el país. Ése es parte del costo político del fracaso de los gobiernos civiles a los que sus omisiones y la corrupción dejó sin fuerza para mantener la ruta de civilidad en el país. Y que ahora termina derrumbándose también con el favor de la división del PRI y la suspensión del bloque opositor para oponerse a la militarización.