Lo acepten o no, los ciudadanos saben que los políticos mienten. La mentira ha sido socialmente reconocida como un producto consustancial de ese oficio. Hay quien llega a decir que los gobernados esperan que les mientan, porque la verdad –como afirma el coronel Nathan Jessup en la película Cuestión de Honor– es demasiado difícil de asumir.
La mentira en la política debe ser como el truco de un buen mago. La audiencia sabe que la están engañando, pero el modo de hacerlo debe ser discreto y sorprendente.
Cuando la mentira en la política se vuelve burda y cínica, el único destino de quien la hace suya es cuesta abajo. Y si no, que le pregunten al exprimer ministro británico Boris Johnson.
“La política es el arte de prometer el cielo, entregar el purgatorio y exigir que le llamen a uno héroe por salvar a su país del infierno”, describe el activista y escritor ruandés Bangambiki Habyarimana.
La mentira en boca de los políticos siempre debe rayar en la verosimilitud. Pueden decir falsedades, aceptadas como tales, pero deben tener cuidado de que éstas no sean tan flagrantes que insulten la inteligencia de quienes los escuchan.
En días recientes me ha tocado escuchar dos mentiras así, expresadas por sendos presidentes.
La primera la pronunció el argentino Alberto Fernández, quien se atrevió a decir que la razón por la que la moneda de su país se ha devaluado 50% en lo que va del año es porque Argentina crece mucho. Esto fue lo que dijo durante la inauguración de una planta textil y ante la mirada atónita de los asistentes: “Tenemos un problema con los dólares, porque crecemos mucho y necesitamos dólares para poder importar insumos. Y es tanto lo que crecemos que aunque tenemos récord de exportación no nos alcanzan los dólares por la cantidad de insumos que tenemos que importar para seguir produciendo”.
La segunda la dijo ayer Andrés Manuel López Obrador, quien ha venido defendiendo su decisión de encuadrar a la Guardia Nacional, a como dé lugar, en la Secretaría de la Defensa Nacional. El lunes, el mandatario informó que presentaría un acuerdo del Ejecutivo para que esa institución pasara a formar parte de la Sedena, pese a que la Constitución –que está por encima de cualquier decreto– dice que debe ser civil.
“Presidente, ¿cómo puede garantizarse eso si (la Guardia Nacional) está dentro de la Secretaría de la Defensa Nacional?”, fue una de las dudas que le plantearon ayer a López Obrador.
La respuesta: “Va a seguir siendo una institución de carácter civil dependiendo de la Secretaría de la Defensa”.
El Presidente tiene derecho a librar las batallas políticas que considere necesarias para sacar adelante su visión del país. Pero hay límites: no debe violar la Constitución y, menos, cuando queda claro que lo hace a sabiendas (pues por algo había anunciado que enviaría una iniciativa de reforma constitucional para hacer el cambio de adscripción de la Guardia Nacional). Mucho menos, decir algo tan inverosímil como que la manera de proteger el carácter civil de una institución es hacer que dependa de la Sedena.
Todos saben que la máxima lopezobradorista de “no mentir, no robar y no traicionar” es un simple lema político, no una prohibición absoluta. El mandamiento que sí se espera que cumplan éste y cualquier gobierno es otro: no verle la cara a la gente.
BUSCAPIÉS
*Recuperar los cuerpos de los mineros muertos en la explosión de Pasta de Conchos, en febrero de 2006, ha sido una misión del gobierno de Andrés Manuel López Obrador. Sin embargo, evitar que ocurran siniestros como ése no parece tan apremiante. Si lo fuera, quizá no habrían ocurrido las tragedias de las minas coahuilenses de Micarán, en Músquiz, en junio de 2021, y Pinabete, en Sabinas, hace una semana.
*Ayer conversé en Imagen Radio con el abogado Manuel Fuentes Muñiz, representante de los deudos de Pasta de Conchos. Me relató que la muerte de siete mineros en Músquiz, en 2021, no ha arrojado sanción alguna contra autoridades ni dueños o concesionarios. Es más, me dijo que sigue extrayéndose carbón de la mina y la CFE lo sigue comprando. Así, ¿cómo?