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Un museo sobre una herida que todavía duele

Juegos de poder

LEO ZUCKERMANN

Un museo sobre una herida que todavía duele

Un aspecto estupendo de este sitio es que le da identidad a cada una de las víctimas.

 

NUEVA YORK.– Viví en esta ciudad casi cinco años. La considero parte importante de mi vida. Los atentados del 11 de septiembre de 2001 no sólo me impactaron: me dolieron. Conocía perfectamente el lugar. Solía ir a la plaza del World Trade Center a sentarme en una banca y admirar el enorme tamaño de las Torres Gemelas. Unas cuantas semanas después del fatídico día, regresé al lugar. Me acerqué todo lo que pude. Desde una reja improvisada, vigilada por la policía, alcancé a ver la gran cantidad de escombros: enormes pedazos de concreto y metal retorcidos. Había mucho polvo. Alrededor del sitio, sobre todo en la vieja Capilla de San Pablo, se hallaban panfletos de las familias de los todavía desaparecidos pidiendo ayuda para encontrarlos.

 

Meses después, regresé una vez más. Prácticamente habían terminado las labores de limpieza. Si no mal recuerdo, sobre la calle Liberty, había una plataforma de observación donde uno podía apreciar el monumental hoyo en el que antes habían estado las Torres Gemelas. La fosa era escalofriante. Todavía había panfletos de desaparecidos, banderas de Estados Unidos, poemas y recuerdos que dejaba la gente en el lugar.

 

Hace algunos meses, regresé a visitar el Parque Memorial que construyeron donde alguna vez estuvieron las torres. Alrededor de dos enormes piletas donde constantemente fluye agua, están inscritos en bronce los dos mil 983 nombres de los que murieron en los ataques del 11 de septiembre de 2001 y del 26 de febrero de 1993 (la primera vez que intentaron derrumbar los edificios con un coche bomba en el estacionamiento).

 

Ayer retorné, ahora a visitar el museo que recientemente abrió sus puertas. Fue una experiencia desgarradora. Nuestro guía comenzó el tour preguntándonos de dónde veníamos. Había gente de diversos estados de la Unión Americana, unos británicos y nosotros, mexicanos. El guía dijo que hacía esta pregunta para ver si había algún neoyorkino. “Es que no vienen; si les regalo boletos, los rechazan”. Catorce años después, los ciudadanos de esta gran ciudad siguen dolidos. No les apetece la idea de visitar un museo sobre esta tragedia.

 

No está fácil hacerlo. El museo es una experiencia agotadora. Enterrado en las entrañas de donde alguna vez estuvieron las bases estructurales de las Torres Gemelas, el visitante encuentra objetos que dan testimonio de un evento que cambió la historia mundial. Están, por ejemplo, los enormes pedazos de acero donde se estrelló el avión de la Torre Norte. Con nitidez se observa el impacto de la nariz de la aeronave. Hay monumentales piezas que cayeron al piso matando a varias personas: lo que quedó de la altísima antena o la turbina de uno de los elevadores. Hay camiones de bomberos y ambulancias hechas pedazos después  de que las torres colapsaron.

 

En la parte histórica se encuentran videos y audios muy fuertes, aunque no morbosos. Por ejemplo, llamadas que hizo gente, atrapada en los pisos altos de las torres, para despedirse de su familia. O las que realizaron los pasajeros del vuelo 93, el que cayó en el campo en Pensilvania, antes que se rebelaran en contra de los terroristas. Llama la atención la calma de las personas. Intuyen que están a punto de morir, pero se confiesan tranquilas y en paz. Piden perdón a los suyos y mandan su amor a hijos, esposas y padres. “Lo único que me gustaría es volver a ver tu cara”, le dice una esposa a su marido.

 

El museo es históricamente serio y sobrio. No cae en cursilerías ni en un simplón patrioterismo de lo ocurrido. En este sentido, está muy bien logrado y cumple con su propósito. En una pequeña vitrina se encuentra un ladrillo de la casa en Pakistán donde, casi diez años después, un grupo de la marina estadunidense mataría a Osama Bin Laden. Nada más.

 

Un aspecto estupendo del museo es que le da identidad a cada una de las víctimas. Sus nombres y fotos están puestas alrededor de un memorial. En pantallas interactivas, el visitante puede consultar quiénes fueron cada uno de ellos. Así lo hice. Me encontré, por ejemplo, con Martín Morales Zempoaltecatl nacido en Santa Catarina, México: “En 1999 vino a Nueva York esperando aprender inglés y ganar dinero suficiente para construir una casa en México. Viviendo con familiares en Elmhurst, Queens, Martín hizo diversos trabajos hasta el 2000 cuando fue contratado como asistente de chef en el restaurante Windows of the World. El 11 de septiembre, Martín estaba trabajando en el piso 106 de la Torre Norte. Tenía 22 años”.