En 2002, siendo investigador y director de la licenciatura en Ciencia Política y Relaciones Internacionales del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE), pedí la baja de un alumno que había plagiado un par de párrafos de La Diplomacia de Henry Kissinger, un libro de 919 páginas publicado un par de años antes. Quien me alertó fue un profesor de historia quien como lector atento de los ensayos que encomendaba a sus estudiantes, había detectado el robo de las ideas y me lo comunicaba para sancionar la conducta. Como director del programa me parecía indispensable establecer cánones de conducta impecables e implacables. Propuse darlo de baja.
“Es un tecnócrata insensible”, comentó un miembro venerable de la Facultad de Historia cuando supo de mi propuesta. “Es una castigo desproporcionado”, comentó alguien más. El hecho es que la sugerencia de “correrlo” no prosperó y el alumno solamente sufrió una reprimenda pero siguió en la escuela. El profesor del curso, quien era un maestro ejemplar que leía con detenimiento cada ensayo y pudo detectar el plagio, cumplió su papel pero no tuvo eco entre sus colegas.
Hace dos años, me invitaron como sinodal al examen profesional de un abogado del ITAM, quien había elaborado una tesis sobre corrupción.
Acepté por el tema. Pero cuando leí la presunta investigación, descubrí que la calidad era muy deficiente. Me llamó la atención porque el director del trabajo era un profesor de enorme vocación académica, gran talento y excelencia. Pero el problema mayor fue otro: durante la defensa de su tesis, el alumno fue incapaz de explicar párrafos que él mismo había escrito (no había plagio porque yo mismo cotejé de forma aleatoria varios de ellos en Google). Había ignorancia del tema sobre el cual había escrito. Reunidos para debatir al final del examen, propuse a los otros integrantes del sínodo reprobar al alumno ante la evidente falta de conocimientos de la materia.
“Es muy radical la propuesta”; “lo podemos afectar de por vida”; “no es su culpa”, fueron algunos argumentos esgrimidos. Uno de los sinodales comentó que el culpable real era el Departamento Académico de Derecho que permitía que tesis de tan baja calidad pasaran el laberinto burocrático y llegaran a la sala de un examen profesional. Pero eso no liberaba al alumno de su responsabilidad. Fui minoría y el alumno fue aprobado. Días después escribí una carta al Departamento de Derecho del ITAM para llamar la atención sobre el incidente y recibí una respuesta amable. Reiteraban que un trabajo así “no debió ser aprobado internamente”. A pesar de que el Departamento tenía protocolos de revisión de tesis, algo había ocurrido que desafiaba todo su sistema interno de controles, siendo quizás el más grave que su propio director de tesis avalase, por omisión o flojera, que un trabajo de tan poca calidad llegara a un examen profesional y su autor se licenciara en derecho sin los méritos requeridos.
La semana pasada, Eduardo Alfonso Guerrero Martínez, director de la tesis de licenciatura de Enrique Peña Nieto y actual magistrado del Poder Judicial de la Ciudad de México, atribuyó las faltas del plagio detectado a un probable error en la impresión del documento. ¿Qué clase de profesionista y de magistrado es aquel que atribuye un plagio a un error de impresión? Quizá él es el principal responsable de tan penoso incidente por haber sido tan permisivo o tan irresponsable en su labor medular de supervisar el primer trabajo de investigación que cualquier estudiante realiza para obtener su título universitario.
¿Y la Universidad Panamericana? ¿Puede presumir calidad académica cuando tolera que sus profesores dejen pasar irregularidades de tal magnitud? Más aun, la universidad no puede permitir que uno de sus profesores dé una explicación tan liviana para dar cuenta de su omisión al revisar una tesis hace 25 años.
El Colegio de México (Colmex) retiró el año pasado el grado de doctor en Sociología a Rodrigo Núñez Arancibia, después de comprobar 11 años más tarde que su tesis era una reproducción prácticamente íntegra de un libro publicado por la socióloga Cecilia Montero en Chile a finales de la década de los 90. Lo que nunca se comentó es quiénes fueron los responsables internos por esa omisión. También el año pasado El Colegio de San Luis despidió a Juan Pascual Gay como profesor de su programa de Estudios Literarios. Este exacadémico enfrentó varias acusaciones de plagio por reproducir párrafos íntegros de obras de Philippe Roland Bonenfant, Louis Panabière y Guillermo Sheridan, quien finalmente hizo pública la denuncia y pidió auxilio a El Colegio de San Luis: “por favor, por lástima […], les suplico, señores, que me saquen de este predicamento y me digan, por lo que más quieran, quién es la copia de quién, que me digan si soy un fantasma o si aún existo”.
Por cierto, alrededor de una setentena de académicos, entre quienes se encontraba Javier Sicilia, defendieron a Pascual Gay por su 'trayectoria brillante' y calificaron el hecho como una 'falta' que “no debe ser motivo para el linchamiento público de una persona”. Así la tolerancia y la impunidad universitaria en México.
Sobre el caso de la UP, ésta se limitó a decir que “el procedimiento de titulación (de EPN) cumplió con los requisitos de tiempo y forma vigentes en 1991”, pero que también se identificaba que la tesis “presenta ideas propias, ideas ajenas citadas e ideas ajenas no citadas”.
Pero no se esgrime idea alguna sobre la corrección ni sobre los cánones de verdad que la misma universidad dice perseguir. ¿Recomendaría a su hija(o) estudiar en esa llamada casa de estudios?