Un retrato que duele
La primera vez que fui a una escuela, hace un poco más de 45 años, aún no cumplía la edad mínima para ser inscrito, por lo que sólo podía acudir como observador. Fue así como llegué, tomado de la mano de un maestro amigo de la familia que convenció a mi madre para que me diera permiso de acudir, como decían antes, “de visita”.
Recuerdo muy bien ese momento en la escuela primaria Niños Héroes, en Juan José Ríos, municipio de Guasave. Al principio con mucho miedo, por no saber lo que me esperaba y porque era más pequeño que el resto de mis compañeros, entré a mi primer salón de clases.
Recuerdo también que en unos cuantos días me adapté al ambiente escolar, con el inconfundible aroma de los libros de texto, los lápices, los colores, los cuadernos y otros útiles escolares (que en esa época no eran gratuitos) los pisos del salón y pasillos de la escuela impecablemente trapeados con aserrín y tractolina, el inolvidable bullicio del recreo, las tostadas untadas con frijoles, queso rallado y repollo, los raspados de vainilla y los bolis. ¡Qué tiempos aquellos!
No recuerdo que como alumno me haya quejado de la falta de instalaciones en la escuela, sino todo lo contrario. En ese espacio, mis compañeros y yo teníamos mucho más de lo que necesitábamos para nuestro crecimiento y sano desarrollo.
En esos tiempos, como también sucede hoy, en la escuela había maestras y maestros buenos y otros no tanto, teníamos aulas con abanicos (antes no hacía tanto calor) instalaciones en muy buenas condiciones, material deportivo, orden, disciplina y buen ambiente escolar.
Y así recuerdo en general a todas las escuelas públicas a las que asistí como alumno en la etapa de la educación básica.
No tuve malas experiencias en mis escuelas y sólo guardo gratitud a mis maestros y maestras por su paciencia y los conocimientos que recibí de ellos, incluyendo sus regaños y uno que otro reglazo en la mano.
Es probable que muchos de los que asistieron a una escuela pública en esos tiempos recuerden lo mismo que yo, no lo sé, cada quien tendrá su propia historia.
Pero resulta que después de casi cinco décadas las cosas han cambiado mucho para algunas escuelas de aquellos tiempos. Hay planteles que están a punto de derrumbarse por la falta de mantenimiento. Sus techos y pisos están cuarteados, las canchas deportivas se acabaron y los baños son una auténtica amenaza para la salud de los niños.
Sin embargo, el cambio más drástico que se observa en algunas escuelas públicas está en sus directores, maestros, maestras y padres de familia. No pretendo generalizar, porque en todo hay excepciones, pero es evidente el vacío de autoridad que existe en muchas escuelas por la falta de ese gran liderazgo moral que tenían los maestros y el respaldo de los padres de familia.
Recuerdo las jornadas de limpieza en la escuela en las que participábamos los alumnos y algunos padres también nos ayudaban a desmontar el bledo crecido en el patio después de la temporada de lluvias, e incluso a reparar la cancha deportiva. Estas actividades eran promovidas por el director y los maestros se encargaban de organizar a sus grupos.
Insisto y subrayo, todo esto con algunas excepciones, porque actualmente hay escuelas públicas de muy buena calidad, gracias al trabajo y la entrega de sus directores y maestros y el apoyo de los padres de familia, pero, desafortunadamente, la mayoría ha venido de más a menos.
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¿Los maestros de antes eran mejor que los actuales? Bien dicen que siempre habrá buenos y malos maestros, pero en mi opinión sí hay algunas diferencias. En aquella época la figura del profesor tenía un gran reconocimiento de la sociedad, su misión era considerada casi sagrada, eran entregados a su escuela (a pesar de que también tenían bajos salarios) su presencia y autoridad era impecable, cuidaban su apariencia, hablaban y escribían correctamente, eran estudiosos y promovían la lectura entre sus alumnos.
No pretendo describir al típico profesor de educación básica de nuestros tiempos, porque no todos son iguales, pero está claro que un alto porcentaje de los profesores que hoy trabajan en escuelas públicas dista mucho de ser un buen ejemplo para sus alumnos.
Hay maestros que no son capaces ni siquiera de mantener el orden en el aula, porque no se ganan el respeto de sus alumnos. No cuidan su comportamiento ni su apariencia dentro y fuera de la escuela. Algunos se presentan a “dar clases” arrastrando la cruda del domingo, sin bañarse ni afeitarse y se la pasan pegados al celular.
También hay que decir que en los últimos años ha cambiado mucho el apoyo de los padres de familia a los maestros y a las escuelas, probablemente como consecuencia de que muchos tutores se sienten defraudados con los malos resultados del sistema educativo y por ello se ha ido deteriorando la valoración social de los maestros, la cual debería recuperarse, como un primer paso obligado si queremos mejorar la calidad de la enseñanza en las aulas.