CIUDAD DE MÉXICO.
Marcelino Perelló Valls y yo teníamos la misma edad. Ambos nacimos en 1944. Él, en agosto, el 27; yo, en octubre, el 10. Fuera de eso tuvimos bien poco en común. Ni siquiera nuestra experiencia en el fatídico 1968. Él era entonces estudiante universitario, representante de la facultad de Ciencias de la UNAM ante el Consejo Nacional de Huelga, uno de los líderes más destacados del movimiento. Yo, apenas reportero en ciernes, colaborador de la revista Gente, más ocupado por aquellos días en asuntos periodísticos electorales que en el conflicto que sacudía a la capital. Y paradójicamente, a mí me tocó vivir personalmente, en la terraza del edificio Chihuahua, la pesadilla del 2 de octubre en Tlatelolco; a él, no.
—¿Por qué decidiste no ir al mitin de Tlatelolco? —le pregunté diez años después.
—No decidí no ir, sino que no decidí ir —me contestó muy serio—. No le vi sentido a ir, no había por qué ir. Era un mitin más, donde los oradores estaban ya designados. Además, yo tenía problemas graves de movilización; era fácilmente reconocible, porque tenía que andar en la silla de ruedas.
Nos conocimos en 1978, en Barcelona, donde él vivía exiliado. Viajé como enviado del semanario Proceso para entrevistarlo, luego de una década de silencio sobre su participación destacada en el movimiento estudiantil de 1968, sus relaciones con el gobierno, su escapada del país y su exilio, primero en París, luego en Rumania y finalmente en Cataluña, la tierra de sus padres. Y sobre las acusaciones de algunos de sus excompañeros, que lo señalaron como traidor.
Y es que a diferencia de casi todos los demás líderes, Marcelino no fue apresado durante ni después de la represión ejecutada por el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz, lo cual provocó toda clase de suspicacias. Huyó de México con un pasaporte falso por la frontera de Tijuana a principios de 1969, luego de vivir “a salto de mata”, según me contó. “Si no me quedé en México fue más por miedo a que me dejaran libre que por miedo a que me arrestaran”, dijo.
—¿Cómo explicas el hecho de no haber sido apresado?
—No lo explico, porque yo mismo no lo entiendo. Es una cuestión muy conflictiva para mí, en lo personal. Estoy convencido de que si no me arrestaron fue sencillamente porque no quisieron. Es cierto que sobre todo a partir del 2 de octubre yo anduve a salto de mata, oculto, de casa en casa; pero también es cierto que irremediablemente, con una eficacia que espanta, la policía me ubicaba una y otra vez. Aun en los más inverosímiles escondites: me hallaba la chota, me vigilaba constantemente, me seguía, pero no me apresaba.
Tengo la impresión de que había cierta policía, cierta corporación policiaca interesada en que yo no fuera apresado. ¿Cuál policía? Lo ignoro. ¿Por qué?, también lo ignoro. Tuvieron muchas oportunidades de apresarme y no lo hicieron. ¿Es que esperaban algo de mí? ¿Es que yo, libre, les servía para algo; les estaba haciendo el juego? Para mí, te lo juro, llegó a ser una situación muy jodida, insoportable”.