-Hola, don Gustavo, ¡qué placer verlo!- la empleada del famoso negocio La Martina lo saludó con la cortesía que ese cliente habitual se merecía, mientras sus ojos se posaban inquisidores en su acompañante, figura extraña para ese lugar.
-Búscale un buen conjunto blanco a Juan Catriel – le respondió a modo de presentación.
La muchacha, sin hacer preguntas, les mostró unas cuantas prendas, Juan se midió y finalmente escogieron un pantalón pinzado, chomba y zapatos, todos blancos, todos con un detalle azul y de aspecto náutico y un pulóver de hilo azul con rayitas blancas.
-Listo, a enfrentar la nueva vida– le dijo entusiasmado Gustavo. Juan se observó, se sonrió a sí mismo, no podía creer la imagen que el espejo le devolvía. Entornó sus ojos y pensó en Juan Antonio, su abuelo y Juan Elías, su padre.
Juan Antonio, criollo de pura cepa, había nacido en un pueblo muy pequeño de Santiago del Estero y, cuando era muy niño su madre falleció en su tercer parto, y con su padre y sus dos hermanos, un poco huyendo del dolor de esa inesperada partida, un poco buscando un destino, se afincó en las islas del delta del Paraná, ahicito casi en su comienzo, islas entrerrianas frente a la costa del Rosario.
Se crió libre y feliz. Vivían en el rancho montado en pilotes para defenderse de las crecientes, mirando al oeste, mirando al Rosario, ciudad chata que de noche se olvidaba de sus desvelos y laboreos y se desperezaba encendiendo algunas pocas luces.
Eran pescadores, poseían una sólida canoa y del producto de su pesca vivían, producto que una cooperativa de la ciudad les compraba. Tenían una pequeña huerta y un gallinero.
A veces también cazaban algún carpincho, lo que constituía una comida apetitosa y variada.
Su hijo Juan Elías siguió sus pasos, mientras sus hermanos buscaron destino en las chacras entrerrianas. Se casó con una de las pocas muchachas isleñas y tuvieron cuatro hijos, tres mujeres y Juan Catriel, el menor y único varón.
Juan Catriel amaba su río, su vegetación, sus pájaros. Asistió a la escuela primaria de la isla, lo buscaban todos los días en lancha y lo retornaban al hogar, ese viejo y sólido rancho que había construido su abuelo. Le gustaba tanto el río marrón, como él lo llamaba, que todos lo conocían como Juan Agua.
Para Juan Agua el río marrón era su paisaje, el movimiento del follaje de los árboles y de la corriente del río lo embelesaban, podía pasar horas mirándolos. El río se le iba metiendo en la sangre, le fue tiñendo la piel y la mirada. Alto, muy alto. Fuerte, muy fuerte. Cuerpo de ébano esculpido por mil esfuerzos, mirada carbón buscando mil lunas y estrellas, cabello azabache cortando el viento en mil amaneceres. Manos rudas, laboriosas, prisioneras de su río y de sus peces, enredadas en sus redes, distendidas en sus espineles, saboreando el desafío al pez del río con la caña de pescar.
Desde la ventana pequeña de su cuarto pequeño del viejo rancho de la familia, veía la ciudad de Rosario, pero ya no chata, altos edificios iban ganado sus costas allá por el sur, en sus cristales el sol de los atardeceres lanzaba bolas de fuego que él imaginaba dragones dispuestos al ataque.
Por las noches, las luces empalidecían las estrellas, ya no eran escasas y desparramadas como las de su abuelo, formaban ramilletes, despedían fluorescencias, se multiplicaban por toda la costa. Hasta que aparecieron esas torres inmensas, “del estadio de fútbol de Central” decían los que visitaban la isla. Juan no se las podía imaginar, para él eran enormes brazos extendidos al cielo queriendo quitarle la exclusividad de luz a la luna.
Y también aparecieron esas enormes torres queriendo devorarse la inmensidad del cielo, adentrarse en sus secretos. ¿Eran casas así de altas? Juan Agua prefería su río, la calma de su corriente, el ondular de la estela de su canoa.
Su canoa ya no estaba sola en afluentes y riachos. Cientos de veleros, kayaks, lanchas, botes, venían todos los días desde el Rosario a disfrutar de las islas. La calma se perdió.
Esas ensoñaciones junto al río, esas meditaciones junto al espejo de agua, esas charlas consigo mismo en largos atardeceres o refulgentes amaneceres, ya no existían. El ruido de las embarcaciones citadinas se las habían destrozado. El río marrón ya no le pertenecía como cuando era niño.
Junto a ese paisaje de la costa de enfrente y de su agua, también el paisaje de su isla fue cambiando. Los hacendados trajeron ganado, quemaban los pastos duros, virginales para obtener campos de pastos tiernos para la hacienda.
Alambraban cortando las libertades, llegaban con tropillas para el movimiento del ganado, modificaban senderos, desvirgaban los lugares secretos, suyos, apetecidos, donde desde niño se refugió para soñar, para cantar o, simplemente, para gozar de la música de sus pájaros encendidos en el follaje.
Cuando las inundaciones, la desesperación por salvar a las vacas empezó a ser prioritaria sobre las personas. Y para agregarle dolor, veía con lágrimas cómo los extraños mataban a mansalva a los carpinchos que, para salvarse del agua, se concentraban en las zonas más altas y quedaban expuestos a la mirada del depredador. Sus amados carpinchos, salvajes, libres, escondidos en sus islas, caían sin que él los pudiese socorrer.
Entonces miraba a las nutrias que, guarecidas en las cuevas de la barranca, estaban a salvo de todos los extraños, eso por fin lo alentaba un poco, no todo estaba perdido.
Pero para Juan Agua el mayor dolor fue por allá en 1997… cuando apenas tenía trece años. Vio su Paraná invadido por balsas con maquinarias, por estrépito de trépanos adentrándose en el fondo del río, por obradores en su costa. Se le cerró el pecho de la congoja: llegaba el progreso y la comunicación con la construcción del Puente Rosario – Victoria, obra monumental que iba a comunicar Santa Fe con Entre Ríos y abrir accesos directos para la circulación de mercaderías del Mercosur.
Pero para él sólo eran depredadores, fantasmas que se comían su paisaje, barcazas que abrían un nuevo canal para utilizar la tierra en los terraplenes, embarcaciones de todo tipo que explotaban en los riachos que antes estaban llenos de calma, olores a combustibles en lugar de los propios del río marrón. ¿Y qué pasaría con las corrientes? ¿Con su canoa y su pesca?
Pronto, y tristemente, lo supo. Las corrientes modificaron sus fuerzas, sus remolinos, sus embates, los peces comenzaron a cambiar sus conductas de desove. Recordaba la voz triste de su abuelo cuando le contaba que por la construcción del Túnel Subfluvial allá al norte, uniendo Santa Fe y Paraná, el pacú ya no pudo pasar y se perdió para siempre en la zona. ¿Le pasaría lo mismo al sábalo, la boga, el dorado? Pero más triste fue aún cuando, ya totalmente construido el Puente, las aguas comenzaron a socavar su costa, a devorarse sus arenas y sus playas, a tragarse sus barrancas, a dejar las raíces de los sauces costeros al descubierto hasta que cayeron muertos al agua: sus sauces lloraban su centenaria cabellera para siempre en el lecho de su río y el sentía que su alma de agua también lloraba.
Pero lo más triste fue cuando, muy recientemente, los embates del agua le socavaron los cimientos de los palos de su rancho y vio caer al agua como una casita de naipes dos de sus habitaciones.
Todos lloraron, había que empezar de nuevo. Mientras construían un rancho un poco más tierra adentro, junto a la lagunita plena de patos sirirí, hicieron una improvisada ranchada junto al riacho que, a la vera del puente, la obra había dejado y con una lancha y una canoa se dedicó con su padre a atender turistas ávidos de aventuras y pescas en esos lechos de agua que para ellos eran de ensueño, aunque para Juan Agua sólo habían aparecido como una lánguida imitación de lo que fue.
Y fue en una de esas excursiones que conoció a Gustavo, un acaudalado empresario rosarino que lo convenció de instalarse en la ciudad, trabajar como responsable de actividades acuáticas en el Club de Velas y ser su compañero en las largas regatas de veleros, uniendo Rosario o Buenos Aires con Río de Janeiro o Punta del Este, regatas en las que Gustavo participaba siempre.
Tomó sus pocos trastos y en la lancha comunitaria partió hacia la ciudad.
Ahora, con sus veintiocho años, vestido de blanco, sentía que podía ser definitivamente Juan Catriel y que Juan Agua sólo iba a ser una molécula de placer y recuerdos en un pedacito nuevo de su río de siempre. Su mirada negra se perdió en el nuevo horizonte. Su isla quedaba enfrente, pero muy lejana ya para él. Supo que un mundo nuevo se le abría a sus pies.