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Sembrador de vientos

 
 
 

Bitácora del director

Pascal Beltrán del Río

Pascal Beltrán del Río

 

 La noche del 1 de julio de 2018, cuando ya era seguro su triunfo en la elección presidencial, Andrés Manuel López Obrador pronunció un discurso en el hotel Hilton Alameda, en el que dijo que su gobierno practicaría la tolerancia y buscaría la reconciliación.

Hoy, a punto de apagarse las luces de su periodo, y a juzgar por las estampas de conflicto que se han ido acumulando en días recientes, puede afirmarse que aquellas palabras del tabasqueño son como las hojas de otoño, arrastradas por el viento. 

López Obrador no respetó ni escuchó a todos, como prometió esa vez, ni se puso al servicio de “las distintas corrientes de pensamiento”. No tomó en cuenta las diferentes opiniones en la sociedad para la elaboración de una estrategia de paz, como dijo que haría. Decidió él solo cómo enfrentar la violencia criminal… o, más bien, no enfrentarla.

Se comprometió a no realizar expropiaciones, pero a eso sabe la reciente declaratoria de área natural protegida que afecta a una empresa estadunidense en Quintana Roo, una medida de la que no se beneficiaron los cenotes, selvas y ríos subterráneos dañados por las obras del Tren Maya.  

Dijo que su gobierno sería amigo “de todos los pueblos y gobiernos del mundo”, pero no tardó ni un semestre en comenzar a pelearse con aquellos que no se plegaban a su voluntad o con los que tenía discrepancias ideológicas.

Así sucedió con España, por no haber tenido respuesta a su carta al rey Felipe VI, en la que le exigía que ofreciera una disculpa por la Conquista; con Argentina, Perú y Ecuador, por el signo político de sus respectivos gobiernos; con el Parlamento Europeo, a cuyos integrantes llamó “borregos” por salir en defensa de periodistas agredidos; con Panamá, por no aceptar al cuestionado personaje que pretendía enviarle como embajador, y con Estados Unidos, por, entre otras cosas, haber logrado la detención de un narcotraficante que vivía en la absoluta impunidad en México.  

El martes, la Ciudad de México amaneció amurallada. Vallas de tres metros de altura protegen los centros del poder político: Palacio Nacional, Cámara de Diputados, Senado de la República. Grupos agraviados recorren las calles, ventilando su molestia. 

Justo en la despedida del sexenio, se cumplen 10 años de la noche negra de Iguala, la pesadilla de la que López Obrador prometió despertar a los mexicanos, el crimen que ofreció resolver mediante la búsqueda de la verdad. Después de cabalgar por años sobre el lomo de esa causa, al final no produjo justicia ni certeza, pues casi nada se sabe de la suerte de los estudiantes normalistas desparecidos.

En Sinaloa se cumplen tres semanas de enfrentamientos entre facciones del crimen organizado, conflicto en el que se ven atrapados los habitantes de Culiacán y otros municipios, sin que las autoridades tengan otra cosa que ofrecer que pretextos y acusaciones a Estados Unidos por hacer un trabajo que la autoridad no pudo o no quiso.

La economía se atasca bajo el peso de la deuda del sector público, esa que supuestamente no se iba a contratar por parte de este gobierno, y los temores que causan entre los inversionistas los efectos que puede tener la reforma judicial.

El Presidente recibió, según sus dichos, un país con estabilidad, y lo entrega con la sombra de una recesión que oscurece el horizonte y pleitos con países hasta hace poco, nuestros amigos.

López Obrador sembró vientos. Y como sentencia el profeta Oseas en el Antiguo Testamento, el resultado será cosechar tempestades. Sin embargo, las peores tormentas parecen ser las que se ciernen sobre el gobierno de su sucesora, a quien le tocará cargar con los efectos de sus decisiones.

En los próximos meses, no faltarán los nostálgicos de su mandato que culpen a la nueva Presidenta de no ser como él. Ella no tendrá el privilegio, como tuvo su predecesor, de responsabilizar al pasado por cualquier contratiempo, porque el primero que se le aparecería en el retrovisor sería el hombre a quien ella no se ha cansado de alabar.

No hay alegría ni entusiasmo en este fin de sexenio. Sólo la sensación de que crecen bajo nuestros pies los brotes de la escasez financiera, las guerras entre cárteles y el conflicto diplomático.